Bernard-Henri Lévy-El Español

Aquí no se hablará ni de «derecha» ni de «izquierda». Ni de la revancha del «pueblo» contra las «élites». Ni siquiera del kitsch trumpiano, el estadio último de la vulgaridad, el nihilismo y la descomposición políticas. Sino de tres grandes cuestiones planteadas al nuevo presidente, cuya respuesta podría, en cada caso y, más aún, si intenta resolverlas todas a la vez, hacernos bascular hacia un mundo nuevo y potencialmente desastroso.

La cuestión de Europa

Estados Unidos es, originalmente, una Europa mejorada. El proyecto americano, en los tiempos de los padres fundadores cruzando el Atlántico con La Eneida de Virgilio en la mano, era reiniciar Europa, como Eneas, al fundar Roma, pretendía reiniciar la grandeza de Troya.

Este hilo dorado, este vínculo de vida, de memoria y de belleza, esta continuación de Europa en suelo americano, constituyen lo que llamamos Occidente.

Es cierto que Barack Obama fue el primero en parecer romper ese hilo, al proponer a su país dirigirse hacia esa nueva frontera que era Asia, y que parecía alcanzable únicamente dando la espalda a Europa y, por así decirlo, desandando el camino.

Pero Trump va más allá. Pretende apropiarse de Groenlandia. Trata a sus aliados europeos y, de paso, a los canadienses, con una brutalidad que no muestra ni siquiera hacia sus adversarios. Y parece realmente pensar, cuando evoca el futuro de la OTAN, que ya no es tiempo de que la nueva Europa, con Wilson y luego con Roosevelt, tuviera el deber sagrado de acudir en ayuda de su predecesora en la guerra de civilización impuesta por el nacionalismo alemán y luego por el nazismo.

Si esto se confirma, la América «grande otra vez» no tendrá nada de grande, salvo las posturas y las fanfarronadas. Y será la idea misma de Occidente la que, más allá de las consideraciones sobre un reparto más equitativo de los gastos militares, quedará destrozada.

Ucrania

Esta guerra existencial para Francia, Europa y también Estados Unidos, enfrenta a un hombre, Vladímir Putin, que nunca ha ocultado su voluntad de humillar nuestro sistema de valores.

Sé bien que el presidente saliente a veces ha dado la impresión de apoyar a los ucranianos como la cuerda sostiene al ahorcado. Y yo mismo he podido comprobar, en los tres documentales que dediqué a esta guerra, cómo dosificaba con precisión su ayuda para que Zelenski resistiera, pero sin llegar a vencer.

Imaginemos que Trump vaya más allá. Supongamos que implemente su plan de resolver esta guerra «en 24 horas». Eso significaría concretamente que los enviados de Trump cerrarían un «acuerdo», para tomar o dejar, en el que ambas partes serían obligadas a ceder en parte de sus aspiraciones.

Este plan no funcionaría. Zelenski, aunque se resignara a entregar las tierras históricas (Donbás, Crimea) invadidas por el ejército ruso, sería frenado por la mayoría de sus conciudadanos, que objetarían que tantos dolores, sacrificios y sangre derramada no pueden saldarse con esta recompensa al agresor.

Y, sobre todo, semejantes compromisos y signos de debilidad solo tendrían el efecto de animar a todos los demás imperios, particularmente en el Mar de China, a aprovechar la ventaja. Permiso para agredir. Permiso para matar. Permiso para modificar, en todas partes y a fuerza de cañones, las fronteras heredadas tras la Segunda Guerra Mundial.

¿Es eso lo que queremos?

Y finalmente, Israel

Nos alegramos –¡cuánto!– del regreso de los primeros rehenes. Pero Israel tenía, en esta guerra, dos objetivos.

Este, por supuesto. Pero también inhabilitar al Hamás. Su rendición incondicional. El destino reservado a los hitlerianos tras la caída de Berlín. El de Arafat con su exilio sin gloria, en 1982, de Líbano a Túnez en un barco amigo. O incluso el de Al-Qaeda en Afganistán y el de Daesh en Mosul, despojados de su aura en el mundo árabe-musulmán y más allá.

¿Estamos allí? ¿Qué mensaje envían los terroristas sobrevivientes al mundo cuando, en el momento del intercambio entre rehenes israelíes y criminales palestinos, se pavonean, gritan victoria y posan como resistentes que han triunfado, apenas, sobre Tsahal?

También esperamos, aquí, el plan Trump. Nos gustaría conocer el compromiso histórico improvisado que, dicen, habría impuesto a Benjamín Netanyahu. Y temblamos ante la idea de que su «arte de la negociación» lo lleve, también aquí, a traicionar a Israel para complacer, por ejemplo, a sus aliados y socios saudíes.

Esto sería, para Occidente, pero también para la región, una catástrofe descomunal.

Una última palabra

Trump, esta vez, ya no tiene el derecho constitucional de postularse para un nuevo mandato. De modo que los fastos, las lentejuelas y las demostraciones de fuerza de la ceremonia de inauguración solo serán temporales.

Y, por extraño que parezca, el juego combinado de las instituciones, del Espectáculo y del enfoque especulativo que se ha vuelto, en todas las cosas, el de los estadounidenses, no tardará en hacerlo aparecer, también a él, como un lame duck, un «pato cojo», en torno al cual se enfrentarán las ambiciones del día siguiente.

¿Quién prevalecerá, en las luchas de poder que se avecinan, entre los libertarios, adeptos de un dark enlightenment fascista, o los nostálgicos del Grand Old Party y el excepcionalismo americano?

Esa es otra gran pregunta.