Editorial-El Mundo

FELIPE VI eligió un tono constructivo para su mensaje de Navidad en la confianza de que cualquier español de buena voluntad podía compartirlo. Se trataba de insuflar ánimo y orgullo tras los dramáticos sucesos en Cataluña que han marcado 2017. Sucede sin embargo que los independentistas catalanes son españoles, pero no de buena voluntad. Y su estrategia abomina de toda llamada a la reconciliación, porque depende justamente de la perpetuación del conflicto. Por eso su reacción al discurso del Rey resulta tan amarga como previsible. 

El mismo Puigdemont, en un ridículo intento de equipararse con el jefe del Estado, se atrevió a instarle desde Bruselas a que incluyese una rectificación en su discurso. ¿Rectificar qué? ¿La defensa de la ley y la convivencia? ¿Esperaban que el jefe del Estado declarase suspenso el Estado de derecho porque las urnas dan una mayoría de escaños –que no de votos– al separatismo? Esta pretensión delata un desconocimiento tan atroz de la separación de poderes y del funcionamiento de las democracias liberales que hasta los demócratas que votaron a Junts per Catalunya deberían temer que el régimen diseñado por Puigdemont se materializara un día. Porque no sería, desde luego, una democracia pluralista sino algo más parecido a un Estado bolivariano. 

También ERC ha promovido la interesada confusión entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, alentando la descabellada teoría de que los votos, por muchos que sean, lavan los delitos tipificados en el ordenamiento vigente. Ni un alcalde corrupto esquivará su procesamiento porque sus vecinos lo voten masivamente, ni un imputado por rebelión –delito mucho más grave que la corrupción, como atestigua el Código– puede esperar que el Supremo renuncie a su función porque a una parte de la sociedad catalana le fascine el suicidio político y económico. El 4 de enero, el juez Llarena volverá a estudiar la situación penal de Junqueras y del resto de encarcelados: sólo un desalmado celebra el encarcelamiento de nadie, y menos en Navidad; pero la impunidad corroe siempre la democracia, lo mismo por complicidad que por antijurídico buenismo. Quien aprecie su libertad, que no delinca. Y que respete la libertad de los demás.  Como siempre, el independentismo ha encontrado en Podemos el compañero de viaje más solícito para su propósito de división. Sus líderes han vuelto a forzar la identificación entre el PP y el Rey: como si la apuesta por la concordia y el bien común fuera privativa del partido de Rajoy. Debería constituir el mínimo común compartido por cualquier representante con escaño en las Cortes. Así lo ha entendido Albert Rivera, y los votantes se lo agradecen. Pero el populismo y el nacionalismo se empeñan en seguir chocando contra lo que llaman «bloque monárquico del 155», que no es otra cosa que la voluntad de los ciudadanos de preservar la integridad de su soberanía.