JORGE BUSTOS-EL MUNDO
Vox es una herida nueva que, al decir de su portavoz Serrano, sangra por culpa de una «dictadura ideológica intrusiva y totalitaria» que, para abreviar, podemos llamar progresismo. El juez voxero se estrenó con un previsible discurso desacomplejado, que es lo mismo que decir contradictorio. Defiende la sana rivalidad antes de cargar contra los «fascistas disfrazados de demócratas». Proclama su respeto al amor LGTBI para luego reivindicar el derecho del niño a tener papá y mamá. Exige una educación unitaria en todo el Estado cuando su programa postula un PIN parental que permitiría a los padres separatistas sacar a sus hijos de las clases de castellano. Niega el origen cultural de la violencia machista pero reclama que la prensa titule con la nacionalidad extranjera de los maltratadores, lo que delata una sólida fe en la violencia estructural contra la mujer… siempre que el culpable sea estructuralmente moro o rumano. Y afirma representar al pueblo modesto pero propone un libertarismo fiscal que beneficia primeramente a las mismas oligarquías contra las que erige su llameante populismo. Son, creo yo, gajes propios de la bisoñez o el fervor que se irán puliendo al contacto con la realidad, aunque igual me paso de optimista.
Podemos es una llaga ya muy conocida y por ello poco impresionante. Si acaso en su vertiente andaluza exhibe un folclore propio cuyo orgullo de pertenencia ya no viene dictado por la barriada vallekana sino por el califato omeya, la gitanería flamenca y el gracejo necesario para bautizar a Santiago Abascal, presente entre el público, como el Niño de las Pistolas. Teresa Rodríguez es una oradora racial muy siglo XX –parece sacada de un reportaje de Ramón J. Sender– que aún clama contra quienes «lamen las botas de los banqueros» o presumen de «corbatas grandes sobre corazones chiquitos». A mí me gustó, lo confieso, pero también me gusta José Luis Perales y no espero que mis amigos lo entiendan.
Juan Marín es de Cs, pero transmite las extraña sensación de que podría militar en cualquier partido del hemisferio norte sin levantar sospechas. Su mayor virtud es un perfil camaleónico que se funde con el de su socio del PP; mucho mayor es la distancia ideológica y estilística que separa a Albert Rivera de Pablo Casado. Programa aparte, la sintonía personal Moreno-Marín es la clave de bóveda del nuevo Gobierno: se sostendrá mientras no se entregue cada cual a una divisiva competencia interna por capitalizar la gestión.
El nuevo presidente de Andalucía es un político con suerte, y donde hay baraka sobran los análisis racionales. Ha triunfado donde fracasó quien obtuvo el doble de escaños; ha dado una victoria póstuma al enterrado sorayismo; ha entronizado la discreción cuando el votante occidental se derrite por el último bocachancla; ha helado la risa de los camaradas que se rifaban su puesto encaramándose a la primera baronía del país; ha arrojado su humildad victoriosa a la cara arrogante del todopoderoso PSOE andaluz. En la gesta de este hombre que Podemos tilda de carambola –«¡no se lo cree ni usted!», gritaba doña Teresa– quizá se encierre una lección moral antes que política.
En cuanto a Susana Díaz, la llaga más sangrienta de las cinco, qué vamos a decir. Que se creyó que Andalucía era suya y los andaluces se la expropiaron. Que pasa a la oposición manteniendo su poder clientelar, mientras PP y Cs pasan al poder sin dejar de parecer oposición. Que mientras se cubre del puñal de Sánchez, por las venas abiertas de Andalucía corre –al fin– el saludable oxígeno de la alternancia.