Editorial ABC

  • La presidenta del CGPJ ha tenido que salir al paso del ataque de Sánchez a los jueces porque el silencio da impunidad, y la impunidad alimenta la capacidad destructiva de semejante discurso

La elección de Isabel Perelló como presidenta del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) marcó un hito en la emancipación de este órgano frente a las imposiciones partidistas que habían marcado sus renovaciones desde 1985. El acuerdo entre el Gobierno y el Partido Popular, auspiciado por la Unión Europea, permitió una renovación inaplazable del órgano de gobierno de los jueces y dejó formalmente en manos de sus vocales la elección de quien fuera a ser máximo representante. Las opciones del PSOE y del PP para la presidencia estuvieron bien definidas, pero abocadas a un bloqueo que hacía temer una nueva crisis duradera del CGPJ. Finalmente, emergió el nombre de Isabel Perelló como alternativa autónoma de los propios vocales y rompió muchos esquemas y temores sobre el nuevo Consejo. Lo cierto es que desde sus primeras intervenciones, como en la apertura del año judicial, Perelló ha hecho una defensa militante de la independencia judicial como valor constitucional y garantía de la separación de poderes. No le han faltado motivos para abanderar este discurso, que, pese a su obviedad en cualquier sociedad democrática, se ha hecho casi revolucionario en la España actual, donde se ha normalizado la deslegitimación de los jueces y su sometimiento a la sospecha permanente.

En la copa de Navidad ofrecida por La Moncloa, Sánchez –con parte de su familia y antiguos estrechos colaboradores imputados por corrupción– afirmó que el PP «jugaba con cartas marcadas». Con esta expresión quería deslizar la acusación de que los jueces anticipan sus resoluciones al PP y éste utiliza la información privilegiada de los tribunales para dañar al Ejecutivo. Este planteamiento de Sánchez no hace otra cosa sino dar continuidad a la acusación, que plasmó por escrito en el pacto con Junts, dirigida contra la Justicia española de practicar el ‘lawfare’. Perelló ha tenido que salir al paso de estas palabras, porque el silencio da impunidad, y la impunidad alimenta la capacidad destructiva de discursos como el de Sánchez. La presidenta del CGPJ, aprovechando la entrega de un premio a la presidenta de la Eurocámara, Roberta Metsola, reivindicó de nuevo la independencia judicial y la vinculación de los jueces solo al imperio de la ley, «sin presiones directas ni indirectas de ningún grupo de poder, público o privado». No es un prófugo de la Justicia, como Puigdemont, ni un panfletario de Podemos o Sumar quien cuestiona la independencia judicial, sino el mismísimo presidente del Gobierno. Insólito ataque al Estado de derecho desde el poder ejecutivo, con su máximo representante sosteniendo una pancarta que antes era de marginales y extremistas.

Es evidente que Sánchez no contaba con que el nuevo CGPJ estuviera fuera de su control. No ha podido cerrar el perímetro de servidumbres a su alrededor, después de haber atado en corto a la Presidencia del Tribunal Constitucional y a la Fiscalía General del Estado. Si en un principio el presidente del Gobierno aspiraba a una abducción de las instituciones para su plan político, los casos de corrupción que afectan a su familia, dentro y fuera de La Moncloa, le han obligado a sumar como nuevo objetivo el blindaje personal frente a las investigaciones judiciales. Las impostadas muestras de respeto que hace el ministro de Justicia, Félix Bolaños, hacia los jueces son el reverso de la misma moneda en la que aparecen los ataques Sánchez contra el poder judicial. No hay que equivocarse con este dúo de voces, porque están al servicio de la misma confusión y con el mismo objetivo de deslegitimar el trabajo de los jueces. Con sobriedad, sin aspavientos, Perelló dice la verdad.