EL CORREO 22/03/15
· El 24 de marzo de 1973 la banda terrorista confundió con policías a tres jóvenes gallegos a los que torturó y asesinó en Francia antes de esconder sus cadáveres
El misterio sigue envolviendo al 24 de marzo de 1973. Si algo queda claro de aquel aciago día es que José Humberto Fouz, de 28 años, Jorge Juan García, de 23, y Fernando Quiroga, de 25, no regresaron a Irún después de pasar ‘al otro lado’ para ver en un cine de San Juan de Luz ‘El último tango en París’, película prohibida en España por la censura franquista. 42 años después, el paradero de estos tres jóvenes gallegos sigue sin conocerse. Aunque nunca ha reconocido estar detrás de sus asesinatos, ETA fue su verdugo al confundirles con policías, según se desprende de confesiones posteriores tanto de arrepentidos como de infiltrados. Sin embargo, nadie ha desvellaaddoo dónde están enterrados y las investigaciones –cuando las ha habido–bido– no han llegado a pasar del puntonto muerto.
Austin 1300. Unos meses después de la desaparición de los jóvenes, el vehículo de Fouz seguía circulando por las carreteras francesas con matrículas falsas, aseguran las familias.
Su trágico final comenzó un sába-sábado dede primavera como cualquier otro. Fouzuz se había trasladado a residir a la ciudad fronteriza con su herma-hermana yy su cuñado, Cesáreo Ramírez. Al tenerner conocimiento de idiomas, no le costó encontrar trabajo, por lo que invitóvitó a sus dos amigos a trasladar-trasladarse desdedesde A Coruña para residir con ellos.os. Quiroga se empleó en una agen-agencia dede aduanas y García –que apenas unaa semana antes de desaparecer ha-había pedidopedido matrimonio a su novia en Galicia–licia– iba a comenzar a trabajar en abril. Ya llevaban unos meses instalados cuando, esa tarde, después de jugar a las cartas con Ramírez en un bar irundarra, se dirigieron, como hacían en otras ocasiones, al País Vasco francés.
Tras ver la película, pasaron el resto de la tarde haciendo unas compras por la localidad costera. Sin embargo, de regreso a casa, se detuvieron a tomar algo en la discoteca La Licorne, a la salida de Bidart, y esa fue su perdición. Frecuentada por militantes de ETA huidos de la Justicia española, tres jóvenes encorbatados con acento gallego desataron la locura colectiva que acechaba a la clandestinidad en aquella época, cuando cualquier desconocido era mirado con recelo por unos terroristas que veían policías infiltrados en las caras extrañas.
Allí se esfumaron. Pero sus familias ni mucho menos esperaban algo como lo que vino después. De hecho, al no regresar a dormir ni el sábado ni el domingo, rastrearon los acantilados de la carretera entre Hendaya y San Juan de Luz por si se habían despeñado con el coche. Sin ninguna noticia, la realidad comenzó a ser mucho más atroz apenas unas semanas después, cuando las calles guipuzcoanas albergaban, para sorpresa de los allegados de los jóvenes, panfletos que apuntaban a ETA como autora de sus desapariciones.
Los largos días de espera –transformados ya en décadas– fueron desconcertantes para sus padres, que no sabían que pensar. A la teoría de que habían sido asesinados por la organización terrorista, sumaban sus propias hipótesis, como la de que habían tenido un accidente. Algunos de sus progenitores ya entonces daban por hecho que no iban a encontrarlos con vida, mientras que otros, recogen las crónicas de las semanas posteriores a su desaparición, mantenían un hilo de esperanza y confiaban en encontrarles sanos y salvos. Antes de finalizar el año, no en vano, un artículo de Alfredo Semprún en ‘ABC’ sentó las primeras bases para conocer lo acaecido. A medida que esa tesis, la de que el terrorismo estaba detrás de sus desapariciones, cobraba fuerza, el desinterés crecía en el seno de las autoridades francesas, que en las posimetrías del franquismo evitaban irritar a la ingente colonia de huidos asentada en Iparralde.
La hipótesis principal que se baraja desde entonces es que en el establecimiento hostelero varios etarras con unas copas de más discutieron con los chavales y, en el aparcamiento, golpearon con una botella en la cabeza a José Humberto Fouz, que quedó malherido. Los agresores les introdujeron en dos coches, uno de ellos el Austin 1300 propiedad de Fouz, vehículo que tampoco apareció.ció. Aunque, según explicaron los padres de los jóvenes unos años después,pués, «al principio seguía circulando pero con otras matrículas».
En la playa
Del estacionamiento les trasladaron a otro punto, que de acuerdo a un comunicante anónimo que alalertó tres décadas después a un medimedio de comunicación, era un caserío entree San Juan de Luz y Ascain. Al pepercatarse del error que habían cometidocome ya que los tres coruñeses no pertenecían a ningún cuerpo de las fuer-f zaszas de seguridad, los terroristas les dispararon y les enterraron en unu lugar desconocido.
En España, las pesquisas tampoco fueron mucho más allá de las realizadas en suelo galo. La Policía –que enseñó a las familias fotografías de otros desaparecidos como diciendo «no crean ustedes que su hijo es el único», denunciaron los padres entonces– se limitó a interrogar a a Jesús María Zabarte Arregi, ‘Carnicero de Mondragón’, en 1974. El activista lo único que dijo fue que en una ocasión preguntó por el tema a Tomás Pérez Revilla, ‘Tomasón’, uno de los nombres que sonaron como posibles autores del crimen, y este le respondió que cuanto menos supiera, mejor.
Los detalles sobre aquellas fatídicas horas los aportaron años después el arrepentido Juan Manuel Soares Gamboa y el infiltrado de los servicios secretos españoles Mikel Lejarza, ‘Lobo’. El primero de ellos, en su autobiografía ‘Agur ETA’, publicada en 1997, señaló que «aún quedan casos por resolver. ¿Su delito? (en referencia a los tres jóvenes) Haber sido confundidos con policías españoles».
Lejarza fue un paso más allá a la hora de abordar el asesinato de los coruñeses. Según explicó, José Manuel Pagoaga, ‘Peixoto’, le reconoció no sólo que les habían torturado atrozmente, sino hasta que primero les enterraron en una playa de Hendaya y que, por miedo a que fueran encontrados, los trasladaron a otro lugar.
Esas declaraciones son lo único a lo que se han podido aferrar desde entonces sus familias, que las dan por válidas. Y es que, censuran sus allegados, cuando tuvieron acceso al sumario apreciaron que las páginas de la instrucción judicial la componían «recortes de periódicos». Tras media vida intentando dar con su paradero, se confiesan «desanimados» y con la sensación de que uno de los más de trescientos casos sin resolver que se atribuyen a ETA no se cerrará.
La ‘ley del silencio’ marca 42 años de búsqueda
Tres jóvenes humildes y trabajadores brutalmente torturados antes de ser asesinados. Esa no era la mejor carta de presentación para ETA, que en 1973, en los últimos coletazos del franquismo, gozaba de cierta simpatía entre algunos sectores no solo de Euskadi, sino también de Francia y del resto de España. Apenas nueve meses antes de matar a Luis Carrero Blanco, delfín de Francisco Franco, los activistas estaban envueltos en un halo que no querían perder. Y hacerse público que estaban detrás de un macabro asesinato múltiple como el acaecido el 24 de marzo en el País Vasco francés les hubiese arrebatado muchos apoyos.
Por ello, se impuso una suerte de ‘ley del silencio’ que dura hasta hoy, ya que los autores del crimen –algunos de ellos muertos, como Tomás Pérez Revilla, asesinado por los GAL en 1984– siguen sin devolver a los allegados de José Humberto Fouz, Jorge Juan García y Fernando Quiroga los restos de los tres jóvenes. Pero la ausencia de colaboración de ETA para que sus allegados puedan pasar página no ha sido ni mucho menos el único obstáculo que han tenido que sortear. La indiferencia de las autoridades pasó factura a unas familias que lucharon incansablemente para que sus hijos fueran reconocidos como víctimas de la banda terrorista. Les costó, pero casi tres décadas después, el 24 de noviembre del 2000, el Gobierno les otorgó la Gran Cruz de Reconocimiento a las Víctimas del Terrorismo.
Pese a ser incluidos en las listas oficiales, hace casi una década que el entorno de Fouz, García y Quiroga no sabe nada. En un primer momento, la instrucción –abierta en enero de 1974, casi un año después de la desaparición– fue archivada por un juzgado de San Sebastián en 1975.
En 1997 una llamada anónima disipó las nubes de su larga agonía. El comunicante informó de la existencia de unos restos mortales abandonados en el camposanto de Biriatou que podrían ser los de Eduardo Moreno Bergareche, ‘Pertur’, dirigente de ETA secuestrado y asesinado por sus compañeros en 1976. En esa fosa del cementerio, sin embargo, los investigadores encontraron los restos de tres personas, lo que alentó a las familias de los tres jóvenes, que se volvieron a dar de bruces con la realidad cuando los análisis confirmaron que los cuerpos correspondían a tres mujeres.
Desde entonces, los pasos para resolver el caso han sido igual de tímidos que al principio. En 2005 volvió a reabrirse la instrucción, que recayó en el juez Fernando Andreu. La última vez que las familias de los jóvenes hablaron con él, explican, les trasladó que «estaba pendiente de unos datos sobre el terreno concreto en el que podían estar enterrados». Y hasta ahí. Es más, según precisa el Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco, Covite, el desinterés llegó a tal extremo que «la Audiencia Nacional empezó a buscar el sumario en 2011 y al principio no se dieron cuenta de que llevaba abierto desde 2005».