REYES MATE / Filósofo e Investigador del CSIC, EL CORREO – 25/03/15
· Es hora de hablar de un tema vergonzante, no porque los chantajeados por ETA sucumbieran al chantaje sino porque la extorsión tuviera esa magnitud y durara tanto tiempo.
Los daños causados por el terrorismo etarra son de amplio espectro y solo progresivamente van saliendo a la luz, unos tras otros, los colectivos afectados, por ejemplo, el de los extorsionados. Gracias a la investigación del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto, se empieza a hablar ahora de todos esos empresarios –grandes, pequeños y medianos– que un buen día recibieron una carta de ETA exigiendo el ‘impuesto revolucionario’ y que en muchos casos les arruinó la vida. Tenían, en efecto, que elegir entre pagar o vivir, con la consecuencia añadida de que pagando financiaban el terrorismo.
Hasta ahora no se quería hablar de ello. Ni se consideraba al extorsionado una víctima ni tampoco se consideraba la extorsión una expresión propia del terrorismo, sino un asunto menor y colateral.
Lo cierto es que no es asunto menor. Se calcula que fueron al menos unos 10.000 los chantajeados por la banda terrorista. No es fácil calcular lo recaudado pero las cifras conocidas son elocuentes: entre el año 1980 y 1986, más de mil millones de pesetas; en los primeros años del presente siglo, dos mil millones de euros anuales, sin contar las cajas B. Habría que valorar también el empobrecimiento acarreado por esta práctica amedrentadora que, según algunas estimaciones, podría estar en torno al 10% del PIB del País Vasco. Desde el punto de vista económico, la extorsión fue una catástrofe para el conjunto de la sociedad vasca, sin olvidar la tragedia que supuso en cada caso tener que hacer frente en solitario a la amenaza de los pistoleros.
Nos podemos preguntar por qué un asunto mayor como éste ha tenido tan escasa presencia y significación. Hay un par de explicaciones que vienen a cuento. En primer lugar, por un prejuicio de clase. Se creó la imagen de que solo afectaba a los ricos y un empresario, al fin y al cabo, es un explotador y no merece compasión. Era por cierto una falsa imagen porque el chantaje alcanzaba a modestos autónomos. Ni siquiera la tienda de fruta del barrio o la panadería de la esquina quedaban exentas. Hasta allí llegaba el sobre que alguien deslizaba sobre el mostrador para que se rellenara con el «donativo voluntario», en el más puro estilo de la mafia siciliana. La segunda razón se debe al ocultismo del chantaje. ETA pedía discreción. Que se supiera de su existencia pero no quiénes eran los extorsionados. Las víctimas también callaban por vergüenza o por miedo o pensando que sería mejor.
Las otras razones tienen que ver con lo complejo del asunto. La gente necesita planteamientos simples para manifestarse a favor y si el problema exige discernimiento, pasa de largo. Y la extorsión es un asunto complicado porque sitúa al afectado ante un dilema: si paga, salva su vida, pero contribuye a financiar las balas que mañana pueden matar a un ser inocente. Si no paga, cumple con su deber como ciudadano, pero se juega su vida o la de su familia. Ese es el dilema que el extorsionado tiene que resolver en la más absoluta soledad. Que no espere de la sociedad mucha comprensión. Esta aplaudirá a los pocos empresarios que plantaron cara y puntuará de insuficiente la actitud de quienes acabaron pagando. A este dilema personal habría que sumar otro de índole política: ¿cómo el Estado, encargado constitucionalmente de velar por la vida y hacienda de sus ciudadanos se permite castigar por ley a quien pague por ‘colaboración con banda armada’? El Estado, consciente de su debilidad, optó de hecho por desviar la mirada y dejar hacer.
Ha llegado el momento de hablar y de aclarar las cosas. Lo primero que establecen los autores del informe provisional, Xabier Etxeberria Mauleón, Galo Bilbao y J. M. Ruiz Soroa, es que los chantajeados eran víctimas y, por tanto, inocentes. Unas víctimas muy especiales pues el extorsionador jugaba con su libertad, esperando que ‘cooperara’. No podemos juzgar a los extorsionados echando mano de un código ético, el nuestro, pensado para otras circunstancias. Hubo héroes pero para la mayoría «no valía dentro la ética de fuera», como decía Primo Levi pensando en la conducta de los deportados. Ellos merecen no enjuiciamiento sino justicia y, por tanto, reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable.
El foco crítico hay que dirigirlo a los extorsionadores, calificando el chantaje como una forma de terrorismo, y al extorsionador, de terrorista. También habría que analizar la figura del mediador, distinguiendo entre el que estaba más con el victimario que con las víctimas, o iba a su negocio, o se presentaba predicando equidistancia, que de todo ha habido. Y, sobre todo, habría que analizar a los espectadores: ¿qué hacíamos la mayoría de nosotros mientras el día a día estaba lastrado por prácticas que tanto sufrimiento causaban? Los mismos que entonces no quisieron enterarse se permiten ahora mirar por encima del hombro a los que pagaron porque no tuvieron el valor de enfrentarse a la extorsión.
Ha llegado la hora de hablar con franqueza de un tema vergonzante pero no porque los chantajeados sucumbieran al chantaje sino porque la extorsión tuviera esa magnitud y durara tanto tiempo.
REYES MATE / Filósofo e Investigador del CSIC, EL CORREO – 25/03/15