Ignacio Camacho-ABC

  • El mismo método contrafactual de Sánchez podría servir para calcular las víctimas de su tardanza en tomar medidas

La hipótesis contrafactual -ejemplo: ¿qué habría pasado si la crisis del coronavirus le toca a un Gobierno de derechas?- es sugestiva como argumento retórico y todos hemos recurrido a ella alguna vez, pero tiene un defecto: no se puede verificar. Y el periodismo, incluido el de opinión, se lleva mal con la conjetura y pierde su sentido cuando se aleja de los hechos. En este oficio, la materia prima es la realidad comprobable y comprobada, y las suposiciones, las presunciones o las cábalas sólo se admiten como especulación intelectual, siempre a partir de referentes ciertos, o como proyección de análisis. Con la política pasa, o debería pasar, lo mismo aunque ciertos gurús posmodernos la hayan convertido en mera comunicación -que no información- de un relato la mayoría de las veces artificial y a menudo simplemente falso. El dirigente público tiene derecho a hacer promesas que luego no logre cumplir; ya le pasará factura, si procede, su electorado. Lo deshonesto es que se invente datos o trate de colar a los ciudadanos un constructo ficticio a base de cálculos imaginarios.

Eso es lo que ha hecho Sánchez al presumir de haber salvado 450.000 vidas. Pura contrafactualidad: no existe modo de constatar esa cifra, sacada de un estudio europeo de naturaleza meramente teórica, prospectiva. Por las mismas podía haber dicho un millón; hace un mes aseguró que eran 300.000 los españoles que le debían la supervivencia a su intervención preventiva. Casi se trata de un avance que por una vez no haya recurrido directamente a la mentira y se parapete de las críticas con una afirmación potencial, indemostrable, oblicua. Pero el propio presidente se indignaría si un líder opositor o un periódico elaborasen con el mismo método un arqueo de hipotéticas víctimas causadas por su tardanza en tomar medidas, o aventurase un número indemostrable de contagios derivados de la tristemente famosa manifestación feminista.

La narrativa virtual siempre resulta susceptible de un sesgo. El problema lo plantea la realidad cruda, terca, refractaria a la mixtificación y el remedo. Ese plano positivo, empírico, en el que el Gobierno patina como sobre hielo al mostrarse renuente o incapaz de confeccionar un balance fiable, preciso y cabal de muertos -de muertos de verdad, tangibles, no inferidos ni supuestos- pese a que dispone de instrumentos de monitorización que trabajan con registros estadísticos serios. Eso se llama ocultación, quizá ocultación de Estado, porque significa correr un velo sobre el drama verdadero con el objetivo de minimizar ante la opinión pública su demoledor efecto. Y se llama falta de respeto a la pretensión de organizar un homenaje a los fallecidos sin haberlos contado primero, sin poner nombres concretos a ese aterrador ejército de fantasmas que le va a servir de pretexto para desplegar una vez más su afición por la política de gestos.