Ignacio Camacho-ABC
- Sánchez no va a romper con Iglesias por mucha presión que le metan. Su única estrategia es el aislamiento de la derecha
Ni Ana Botín, ni Felipe González, ni Pallete, ni el IBEX completo, ni Von der Leyen, ni la epifanía de líderes mundiales que en 2008 despertó a Zapatero -él niega las llamadas, por cierto- lograrán separar a Pedro Sánchez de Pablo Iglesias. Lasciate ogni speranza, que dijo el Dante. La presión podrá limar alguna arista políticamente escabrosa de Podemos, más que nada para no poner en peligro la ayuda europea, pero el presidente no va a desanudar el pacto porque su prioridad consiste en sujetar el voto de la izquierda. De ninguna manera está dispuesto a depender de un PP que tampoco le puede dar apoyo aunque quisiera porque sus bases sociales lo detestan. Esa alianza sólo se romperá cuando
el caudillo comunista quiera, cuando entienda que le conviene impostar un desengaño con el que reforzar su estrategia. Pero para eso las elecciones tienen que estar mucho más cerca y antes necesita más tiempo en el poder para dejar su huella. El cemento que solidifica la coalición, el verdadero proyecto común, no es el programa de Gobierno sino el frente contra la derecha y es sabido que un enemigo compartido une con fuerza muy superior a la de cualquier diferencia.
Para completar, más o menos, la legislatura hace falta un solo Presupuesto. Uno nada más: no será pan comido paro tampoco un esfuerzo épico. El acercamiento a Ciudadanos asegura una pieza de repuesto por si al bloque Frankenstein se le suelta algún miembro, aunque la verdadera intención del coqueteo es atraer al separatismo catalán provocándole un ataque de celos. Basta con que entre Cs, que puede acabar entrando bajo el auspicio socioliberal de Luis Garicano, para que la mayoría esté en el saco, apuntalada por nacionalistas canarios y vascos más algún refuerzo turolense o cántabro. Y a tirar para adelante como poco tres años, dejando a Iglesias en un discreto segundo plano interno para trastear a la UE a capotazos. Al fin y al cabo el paradigma austero de Bruselas ya no aprieta tanto y Merkel y Macron están torciendo el brazo a favor de un plan de estímulos de corte keynesiano. Esos son los cálculos… si el coronavirus no vuelve a sembrar el caos.
La nueva normalidad en la que piensa el Gobierno es, pues, muy vieja: los muertos al hoyo como si no hubiese existido la pandemia, la agenda ideológica y el Estado subvencional, impuestazo mediante, para mantener contenta a la clientela. El acuerdo de unidad nacional se quedará en mera entelequia; ni el presidente ha tenido jamás esa idea en su cabeza ni Casado puede aceptar sin suicidarse una convergencia en la que esté Iglesias. Por supuesto, el PP perderá la batalla de la propaganda porque el adversario dispone de la hegemonía mediática y de paso ya ha puesto también en marcha el dispositivo para echarle la culpa de la catástrofe sanitaria. Pero la auténtica derrotada será, una vez más, la cada vez más insignificante España sensata.