Miquel Giménez-Vozpópuli
Los árabes dicen que cuando la piedra se estrella contra el cántaro, este se rompe, igual que si el cántaro se estrella contra la piedra. Siempre, lástima por el cántaro. Parece que se refieran a Cataluña.
Esta tierra, que ha parecido tan sólidamente trabada por vínculos fraternales, tradiciones y esfuerzos, ha demostrado poseer una fragilidad extrema a la hora de asumir la realidad, más incómoda que la ensoñación e infinitamente más complicada de comprender. Lo reconozco, mis paisanos y yo somos mucho más fantasiosos de lo que se cree y tendemos a la idealización de nuestras quimeras, añadiendo ladrillos falsos sobre cimientos más falsos todavía. Pero, sobre todo, amamos badar, verbo de casi imposible traducción, que vendría a ser, más o menos, ver pasar las horas sin nada en la mente. También se utiliza cuando alguien no presta suficiente atención, y en mi infancia era frecuente escuchar a un maestro hablar severamente con los padres de un alumno que badava en clase, ante el enfado de los mismos y el correspondiente soplamocos. Porque, aunque ahora parezca imposible, hubo un tiempo en el que los maestros eran respetados, los padres les hacían caso y la chiquillería tenía obligaciones. No se había inventado aun la gestión de la frustración ni otras pamemas similares.
Mi generación badavay lo hacía para refugiarse en esos paraísos íntimos en los que podías ser pirata, super héroe enmascarado o científico loco. Sabíamos, eso sí, diferenciar el sueño de la vida real, palpable en cada suspenso. En mi caso, hijo de familia humilde, conocía las crujías que sufríamos en mi casa y jamás se me pasó por la cabeza exigir nada. Eso tampoco se lleva en estos tiempos de tiranos con pantalón corto. Entonces lo llamábamos amor: a los padres, a la familia, a los tuyos. No temíamos a la piedra por la sencilla razón que carecíamos de cántaro, todo lo más, a lo que aspirábamos era a una vajilla de Duralex adquirida a base de enganchar en unas libretas ad hoc los cupones del Ahorro del Hogar que daban en las tiendas del barrio cuando comprabas algo. Incidentalmente, agradezco a Ignacia de Pano traer a mi memoria aquel Duralex icónico.
Cataluña, como el cántaro de la fábula, tropezó con la piedra maldita que suele encontrarse en el camino de quienes detentan un cierto grado de opulencia, y volvió a hacerlo una y mil veces
Cataluña, como el cántaro de la fábula, tropezó con la piedra maldita que suele encontrarse en el camino de quienes detentan un cierto grado de opulencia, y volvió a hacerlo una y mil veces. Ahora da igual quien rompió a quien, el resultado de haber caminado por el sendero de la historia badando ha sido el mismo. Nadie puede, nadie quiere, nadie sabe cómo recomponer el cántaro que, durante mucho tiempo, había permanecido entero y repleto de agua.
Con el agua derramada y los trozos rotos, ¿qué puede hacerse? Todos hablan mucho, pero no parece que ninguno tenga una solución porque, roto el continente y desperdigado el contenido, cualquier retorno al punto inicial es imposible.
Recuerdo, eso sí, un cuentecillo que me explicaba mi padre a propósito del origen de los platos, de esos platos que en nuestra mesa eran de Duralex, insisto, de un color verde imposible de describir y fabricados a prueba de bombas. Las cosas, entonces, se hacían para que durasen porque no andaban los bolsillos para demasiadas romerías y la cultura del ocio era cosa de los americanos, que para eso tenían petróleo y comían entrecots acompañados de enormes vasos de leche.
Sería muy saludable alejarnos de una vez de lamentos, piedras y cántaros, retornando a la sensatez y partiendo de lo que tenemos: un cántaro roto sin agua
Mi padre, el señor Miguel, me dijo que, llevando una guisandera la cazuela a la mesa, con un guiso suculento, para que todo el mundo comiera de la misma con su propia cuchara de palo, tuvo la mala fortuna de tropezar con una piedra, cayendo cocinera y guiso al suelo, rompiéndose el recipiente en mil pedazos. Era la típica cassola de barro que aun usamos en mi tierra con sorprendentes resultados. Lejos de amilanarse, la matriarca se limitó a recoger los trozos de la misma, en los que había sendas porciones de comida, entregándoselos a cada uno de los comensales, creando así de modo sagaz y práctico el plato individual. Sacó partido de lo que parecía un fracaso.
Quizá no sea un mal camino para empezar la reconciliación que precisamos los catalanes, abandonar el concepto de masa y retornar a lo individual, a lo personal, a lo, en definitiva, humano. Sería muy saludable alejarnos de una vez de lamentos, piedras y cántaros, retornando a la sensatez y partiendo de lo que tenemos: un cántaro roto sin agua. Ahí está el reto.