ABC 04/12/13
IGNACIO CAMACHO
· Entre Galdácano y Almadén de la Plata median ochocientos kilómetros de distancia física y un meridiano entero de latitud moral
Entre Almadén de la Plata y Galdácano o Legazpi hay una distancia física de ochocientos kilómetros…y todo un meridiano de latitud moral. El que separa, de polo a polo del universo de la dignidad, a quienes acogen con júbilo de hijo pródigo a un criminal sin rehabilitar y a quienes lo señalan como persona no grata. El que diferencia a los que aíslan a un delincuente sin arrepentimiento y a los que en su honor tiran cohetes y repican campanas. (Por cierto, debajo de una campana ha de haber un sacristán o un cura. ¿Nadie le va a pedir explicaciones por enaltecer el terrorismo?). El que distingue a una comunidad normal, sacudida por sus exageraciones emocionales o sus miedos, de una sociedad enferma por el virus de la infamia.
Esa patología social, capaz de convertir en héroes populares a unos asesinos por el procedimiento de adjudicar a sus crímenes una causa o motivación patriótica, constituye una significativa parte del problema vasco. Es más: puede que ahora, desaparecida tal vez para siempre la amenaza de los atentados, represente el verdadero problema del post-terrorismo. El que impide considerar pasada la página de la violencia mientras exista un amplio sector de ciudadanos dispuestos no sólo a encontrar una justificación política para el derramamiento de sangre sino a homenajear o amparar a sus autores y a votar a los herederos de su legado. Es esa solidaridad abyecta la que convierte en retórica hueca los discursos triunfalistas y obliga a dudar de la virtud balsámica de una presunta paz que sirve para enaltecer a los verdugos y humillar a las víctimas.
Tal vez el dicharachero coro filoterrorista habría protestado airadamente si en lugar de «Javi de Usansolo» fuera el asesino de Olga Sangrador o el violador del chándal quien aspirase a instalarse en su honorable vecindad. En estas comunidades de cerrada endogamia civil los psicópatas sólo tienen coartada si han delinquido agarrados a la bandera de un delirio fundamentalista. El paisanaje de los convictos vascos no se alboroza por principios rousseaunianos de compasión rehabilitadora –esos están en la ley penal que nadie quiso cambiar durante veinte años– sino por instinto tribal y por complicidad política. Carece de fibra moral para sentir piedad y se considera, acaso con razón objetiva, sujeto de un inesperado éxito tardío. Por eso va a ser tan difícil preservar el relato histórico de la resistencia democrática al terror: porque esta chusma ha creído encontrar en la legalización de Bildu y en las excarcelaciones de sus presos la contrapartida sobre la que dar por bueno un final en el que no se acaban de sentir derrotados. Saben que no han podido ganar pero tienen la sensación de haber logrado a última hora un empate.
Y empate es, en cierto modo, que haya una España irritada y desconsolada por la libertad de los lobos y otra que los patrocina y los acoge en su manada.