No parece que el islamismo preocupe a los españoles mucho más que el mes pasado. El país entero lleva camino de transformarse en una inmensa ONG resuelta a restaurar la ucrónica convivencia amorosa de las Dos Culturas.
Estallido de una bomba en una elegante cafetería de Argel. Escenas de muerte y pánico. Una manifestación de colonos franceses enfurecidos recorre las calles. En su camino encuentran a un pequeño argelino que vende periódicos. Lo golpean con saña. Inolvidable gesto de dolor en el rostro del niño.
Se trata de una secuencia de La batalla de Argel (1966), de Gillo Pontercorvo, que conmovió a mi generación. Juan Goytisolo barrunta linchamientos similares en España, pero no se contenta con advertir del peligro de que tales hechos sucedan. Afirma además que, según las informaciones de que dispone, algunos desmanes de este tipo ya habrían tenido lugar tras conocerse la detención de los terroristas marroquíes. Pero pasan los días y la España xenófoba que nuestro flagelo literario fustiga, como las famosas armas de destrucción masiva, no aparece por parte alguna, y menos aún en Lavapiés, donde se ha incubado la serpiente.
Los más recientes reportajes televisivos sobre el barrio revelan, por el contrario, una insólita tranquilidad. Incluso alivio de buena parte del vecindario ante el incremento de la vigilancia policial, lo que indica a las claras que no sólo los ricos estiman la seguridad: las víctimas del 11 de marzo eran en su mayoría, no hace falta recordarlo, trabajadores, muchos de ellos inmigrantes. Un marroquí se queja ante las cámaras de la frecuencia con que ahora le exigen mostrar sus papeles y debo admitir que sus protestas me dejan tan frío como las jeremíadas de Goytisolo. Si la presencia de la Policía en Lavapiés hubiera sido tan abultada como hoy hace tan sólo unas semanas, quizá dos centenares de conciudadanos seguirían vivos. Madrid ha dejado de ser una ciudad alegre y confiada, pero no se ha convertido en la caverna racista de nuestro delirante Juan Sin Tierra.
En realidad, no parece que el islamismo preocupe a los españoles mucho más que el mes pasado. El país entero lleva camino de transformarse en una inmensa ONG resuelta a restaurar la ucrónica convivencia amorosa de las Dos Culturas y a enmendarle la plana a Samuel Huntington, que, para colmo, nos ha salido rana. Hablo de las Dos Culturas y no de las Tres, porque lo de la Judía suena a chiste. Por supuesto, a estas alturas, es tabú acordarse del imán de Fuengirola, pero las tertulias radiofónicas han estado echando humo durante toda la semana a propósito de los judíos, un humo que huele a pira inquisitorial (ni siquiera se han tomado la molestia, faltaría más, de distinguir entre israelíes y judíos en general). Saramago ritorna vincitore y Hamas, que también nos ha indultado, ha pasado a ser una organización política respetable. El jeque Yassin, un sádico gamberro antisemita cuyas apariciones ante la prensa preludiaban siempre un reguero de cuerpos destrozados en las calles de Jerusalén, Tel-Aviv o Haifa, forma hoy parte del martirologio cívico hispano. Nada de esto dejaba de ser previsible en la resaca misma de la noche electoral: una vez consumada la rendición ante al-Qaeda, el puesto de enemigo de la humanidad quedaba vacante en la imaginación española. Lo han ocupado, sin transición, todos aquellos países que tienen problemas con los musulmanes: Estados Unidos, claro está. Israel, como es de rigor. Y, no podía ser menos, la Serbia irremisiblemente genocida a la que nunca se reconocerá, por fuertes que sean las evidencias, la condición de nación agredida y masacrada en Kosovo por la mafia albanesa que intenta controlar un trecho del corredor de la droga.
En Lavapiés hay paz entre moros y cristianos. Reina en toda España la armonía interétnica y el multiculturalismo. Pronto los niños muslimes recibirán en nuestros colegios públicos su medio ordenador u ordenador y medio correspondiente y aprenderán a escribir en español tecleando mi Mahoma me ama, amo a mi Mahoma. O sea que menos lobos, Caperucita.
Jon Juaristi, ABC, 28/3/2004