José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El ministro de Exteriores ruso lleva 18 años en el cargo y cumple la misma función que para la URSS ejecutaron desde Molotov a Gromiko
El ministro de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa, Sérguei Lavrov, es una pieza clave del régimen de Putin. Se ha mantenido en el cargo desde 2004 hasta la actualidad, incluso durante el breve Gabinete del títere Dimitri Medvedev. Se trata de un diplomático que digiere, primero, y reformula, después, todas las atrocidades de su presidente. Lo hace con una imperturbabilidad llamativa; no se altera; mantiene un tono de voz uniforme y demuestra una naturalidad constante mientras desgrana el discurso oficial sobre la invasión de Ucrania.
Tiene oficio porque ha desempeñado igual misión en todas las acciones agresivas de Putin. Dio la cara en la segunda guerra chechena plagada de atrocidades (1999-2009); defendió la invasión de Georgia (2008); justificó la ocupación militar de Crimea (2014), la intervención en Siria (2015) y ahora es el portavoz internacional del Kremlin que desmiente sistemáticamente los atropellos del ejército ruso, traslada la responsabilidad de las matanzas a los ‘nazis ucranianos’ y asiste impasiblemente a la expulsión de su país de los foros internacionales y hace frente con aparente estoicismo a las sanciones de la Unión Europea y Estados Unidos.
A sus 72 años —lleva 18 años en el cargo— contraprograma al presidente Zelenski con una apariencia y un discurso alternativos. Si el presidente ucraniano maneja las emociones, Lavrov cultiva la frialdad. Si Zelenski utiliza atuendos de aspecto castrense, el ruso comparece siempre con la misma indumentaria: traje de chaqueta de corte clásico y corbata. Si Zelenski enfatiza en los discursos, Lavrov es monocorde y, en ocasiones, casi inaudible. Frente a la energía urgente del ucraniano, el ruso ofrece una sensación de constante parsimonia. Si aquel insiste en la invasión, este se refiere, sin separarse un ápice del guion, a la ‘operación especial militar’. Si Zelenski afirma, Lavrov niega, y a la inversa.
Lavrov forma ya parte de la tripleta de históricos ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y, ahora, de la Federación Rusa. Entronca con Viacheslav Molotov, su homólogo con Josef Stalin entre 1939 y 1949, y luego con su sucesor, Nikita Jrushchov, entre 1953 y 1956. Molotov fue la larga mano de Stalin en la firma del Pacto de no Agresión entre la URSS y Alemania, con Ribbentrop, ministro de Exteriores de Hitler, sancionado en agosto de 1939. Ambos dictadores acordaron entonces repartirse Polonia y dejar Finlandia y los países bálticos bajo el dominio soviético, firmando luego un tratado de demarcación de nuevas fronteras.
Molotov trabajó con una lealtad perruna bajo las estrictas directrices de Stalin, del que recibió la orden de la masacre de Katyn, un bosque cercano a la ciudad rusa de Smolensk, en el que los soviéticos asesinaron a decenas de miles de polacos pertenecientes a la intelectualidad, la milicia y la política del país. Fue también el enlace entre Moscú y Churchill y Roosevelt a los que trasladaba la impaciencia de Stalin por el establecimiento de un nuevo frente a partir de 1941, cuando Hitler, en el mes de septiembre de ese año, decidió invadir la URSS. Se le considera uno de los políticos más estratégicos del régimen estalinista, pese a que carecía de dotes especialmente relevantes, más allá de su eficacia sorda y la atención literal a las órdenes del «padrecito». Supo adaptarse, no obstante, al ‘discurso secreto’ de desestalinización cuando lo pronunció Jrushchov en 1953.
Para un país imperialista como la URSS y ahora la Federación Rusa, los ministros de Exteriores resultan una pieza esencial
Nada que ver con el brillante y taimado Andréi Gromiko, ministro de Exteriores soviético entre 1957 y 1985. Una anomalía en la política: fue 28 años responsable de las relaciones diplomáticas de la URSS, más de un cuarto de siglo con varios dirigentes hasta la llegada de Gorbachov. Se le tiene por una de las más legendarias figuras de la URSS. Bajo su gestión se produjeron acontecimientos tan históricos como la crisis de los misiles con Estados Unidos en 1963 —llegó a entrevistarse con Kennedy ese año y con el papa Pablo VI— y la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia en agosto de 1968. Viajó por todo el mundo y nada menos que Henry Kissinger, en su gran obra ‘Diplomacia’, le dedicó elogios que reservó para muy contadas figuras de la política internacional.
Para un país imperialista como la URSS y ahora la Federación Rusa, los ministros de Asuntos Exteriores resultan una pieza esencial de los gobiernos del Kremlin. Su fidelidad debe ser absoluta; su identificación con el presidente, completa; sus movimientos, siempre previamente consultados y sus discursos sometidos en todo caso a los criterios oficiales. Lavrov viene de la escuela de Molotov y de Gromiko y, seguramente, tenga más personalidad que el primero, pero no le llegue al segundo ni al betún de sus zapatos.
En todo caso, la eficiencia de Lavrov está siendo excelente a tenor de su presencia constante en el frente diplomático ruso. De haber cometido un desliz, una imprecisión, de haber cedido a la admisión de algún error, de haber incurrido en alguna digresión sentimental, el ministro habría desaparecido, primero, y, seguramente, habría sido deportado inmediatamente después, según el ‘modus operandi’ de Putin, que es el de un dictador aprendiz de Stalin.
Lavrov, en definitiva, cumple el papel de ‘alter ego’ internacional de Putin. Muestra su misma gelidez, su mismo gesto neutro, similar impavidez ante el desastre y el horror. Nada para él parece personal. Todo para él es política. Una bestial ‘realpolitik’. Acabará como termine su jefe. Es uno de los ‘siloviki’, esos personajes crecidos en la administración terminal de la URSS y germinal de la Federación Rusa que se libraron del ingenuo Gorbachov, depusieron al alcohólico Yeltsin y encumbraron al jefe de la inteligencia de la tuneada KGB, Vladímir Putin.