Alicia Huerta-Vozpópuli

Desde que manda la otra realidad, la virtual y oportunista, al PSOE ya no le duelen prendas al afirmar que, en el país que ha gobernado y sigue gobernando, existió y existe lawfare. Para aquellos no habituados al lenguaje político –no tanto jurídico como podría pensarse–, con el acuerdo de compraventa suscrito entre Sánchez y Puigdemont apareció en escena un nuevo y desconocido término, otro más de este creativo idioma que hoy impera, a cuya incomprensión, no obstante, se puso inmediato y fácil remedio. Porque la red, almacén inagotable de datos y barbaridades –ignoro en qué porcentaje– traduce cualquier palabro en cuestión de un nanosegundo. Por supuesto, en el metaverso.

He querido empezar hablando de Lawfare únicamente en lo que se refiere a su traducción y no al significado del término en sí, porque quienes andamos siempre a vueltas con las palabras somos muy tiquismiquis con esas acepciones olvidadas en el camino, cuando una palabra emprende el viaje desde su lengua madre a ignotos territorios. En cada uno de ellos, con sus respectivas realidades, costumbres y dominios, será donde el término evolucione a merced de sus internos acontecimientos. Aquí, circunstancias mediante, lawfare se tradujo como “judicialización de la política”, a pesar de que, a mi juicio, sea un eufemismo pretendidamente sutil –qué bien suena siempre el diplomático idioma inglés–, para describir lo que es el inapelable núcleo del concepto: el acoso judicial como arma de (sucia) guerra política que traslada el frente de batalla a las salas de los tribunales, donde en lugar de tanques y misiles se lanzan querellas, demandas y, en general, acusaciones. A un frente donde los generales visten toga y disparan al enemigo con multas, inhabilitaciones y penas de cárcel, tras “improvisar” una suerte de teatrillo…

Lo admito, acoso judicial suena mucho peor que lawfare o judicialización de la política, pero prefiero quedarme con la apabullante e injusta rotundidad del resultado. Porque supone, en eso estamos casi todos de acuerdo para bien o para mal, señalar a los jueces, a quienes se acusa de no juzgar presididos por la debida imparcialidad en perjuicio de aquellos que “simplemente defienden una causa política”. Para comulgar con la idea o, al menos evitarse tanto disgusto, entiendo que entonces lo que tocaría ahora es resetearnos cerebro y ética, renunciando a volver a pecar con la reflexión, y aceptar que todos los delitos cometidos antes y después del referéndum ilegal, los salvajes destrozos en las calles, los ataques a jueces, ciudadanos, políticos no nacionalistas o pobres reporteros enviados a aquella, esa sí, zona de guerra, no existieron. Tampoco se utilizó el dinero de todos para pagar su ilegal revuelta o financiar fugas, ni hubo sabotajes en medios de transporte, ocupación ilegal de espacios públicos y amenazas a quienes solo querían volver a vivir y transitar por sus calles en paz, sin tener que jugarse el pellejo en cada esquina.

Reconocer acoso judicial en lugar de limitarse a amnistiar en modo “porque yo lo digo y basta” es, en definitiva, decir que en España lo que no existe ni existió es separación de poderes

No señores, todo aquello no existió. Por eso, incluso me resulta paradójico hablar de Ley de amnistía si lo que en realidad decimos es que hubo -admitido y certificado por nuestro gobierno en nombre de todos- fue, simple y llanamente, una tremenda injusticia. Una persecución de tomo y lomo, que ahora por fin –¡alabado sea Puigdemont–, ha terminado. Una justa revolución de los oprimidos que finalmente se siente reivindicada e impone entonar un colectivo y público mea culpa y, por descontado, acoquinar con las correspondientes indemnizaciones por los agravios cometidos. Cuesta creerlo, ¿verdad? Porque reconocer acoso judicial en lugar de limitarse a amnistiar en modo “porque yo lo digo y basta” es, en definitiva, decir que en España lo que no existe ni existió es separación de poderes. En definitiva, que no fuimos ni somos el Estado de Derecho que “fingíamos” ser. Así lo declara, certifica y firma el propio país acusado, el nuestro.

No me negarán que es un escenario francamente extraño, como poco, desconcertante.

Hasta tal punto, que las señales que indican que quien persigue terminar su endiablado puzle no acaba de juntar todas las piezas son cada vez más evidentes. No insinúo que no vaya a lograrlo –su fama le precede, sino que de tanto funambulismo podría acabar pisando descalzo un charco de aberración más resbaladizo que el fango de un pantano de Luisiana o Everglades. Cocodrilos, incluidos. Con traicioneros desniveles, que igualmente en un nanosegundo –ya en tierra y no en el metaverso–, hagan que pierda pie mientras aún anda concentrado en guardarse del arrastre de las corrientes a sabiendas de que, por si no fuera ya bastante, el agua turbia que inunda el “agujero” le impide ver el fondo. La ciénaga elegida por Pedro Sánchez para perpetuarse es, no puedo creer que no lo vea, una capa de agua estancada con vegetación tan densa y salvaje como enfrentada entre sí.

El imperio de la razón

Y no, por mucho que se empeñe, las cosas no serán culpa de la posición hasta el infinito. Con piel o sin piel, llegará un momento en que los ministros ya no podrán seguir culpando a los demás de los continuos delirios de su profundo desbarrar, incluidos conflictos diplomáticos. En algún momento, cuando nos hundamos aún más en el turbio líquido del pantano, tendremos que volver a respirar con independencia de las insaciables branquias del presidente Sánchez. Quizás, solo quizás, volveremos entonces al imperio de la razón. Eso sí, la razón siempre entendida –vuelvo a las acepciones–, como un proceso de libre raciocinio y no como derecho, abuso de poder o capacidad de reinterpretación de los hechos. El problema es que combatir la propaganda nunca resulta un proceso corto ni fácil y que, por desgracia, antes de que regrese del exilio la cordura seguirán produciéndose infinidad de daños posiblemente irreparables.