¿Le aceptaría usted un pagaré a Sánchez?

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El problema de que el presidente incumpla sus promesas es de las almas de cántaro que cometieron el error de creerlas

CUANDO se dice que Sánchez es un incumplidor nato de su palabra hay que hacer una salvedad: jamás falla a sus aliados. Con mayor o menos trabajo, los grupos que le sostienen en el cargo siempre acaban logrando que observe sus pactos. La razón, bien simple, consiste en que son ellos quienes tienen la sartén del poder agarrada por el mango. Y aun así se han dado cuenta de que a un tahúr de su calibre, un reputado profesional del engaño, hay que exigirle las contrapartidas por adelantado aprovechando la debilidad parlamentaria que constituye su punto flaco. Cuando a la legislatura le queda un año, los separatistas catalanes saben que los trámites del proyecto presupuestario son la última oportunidad para obtener la exoneración penal completa en una suerte de amnistía bajo mano. Y han puesto sus condiciones: derogación inmediata de la sedición y la malversación o fin del mandato. A un hombre sin crédito no se le pueden aceptar pagarés a plazos.

Esa ventaja no está al alcance del resto de los ciudadanos. A estas alturas la mayoría de los votantes que confiaron en sus promesas ha comprobado que el error fue suyo por creerlas. Otra cosa es que a muchos les dé igual porque sólo querían –y siguen queriendo– impedir que gobierne la derecha, pero hasta los más recalcitrantes tienen perfecta conciencia de que los compromisos electorales del presidente, sea cual sea su naturaleza, son salvas de fogueo, brindis al sol, cháchara hueca. Y a diferencia de los socios, carecen de fuerza para reclamar su cumplimiento porque el sufragio ya está emitido y la garantía de la oferta expiró en la noche del escrutinio. Como explicó Carmen Calvo, hay un Sánchez ontológicamente distinto antes y después de resultar elegido: ahora se siente investido de la facultad de revocarse sin remordimientos a sí mismo. No sólo por pragmatismo imperativo sino por una autoconvicción de superioridad moral que le da carta blanca para prescindir de cualquier vínculo de coherencia, formalidad o principios.

Esa absoluta falta de credibilidad, que él considera amortizada o en todo caso poco relevante, es la causa principal de su patente desgaste. Sin embargo no parece importarle mientras sus continuos cambios de criterio sirvan para mantener de su parte a los variopintos mutualistas de la alianza Frankenstein. Acostumbrado a la finta y el regate confía en que la estrategia de polarización social, política e ideológica funcione como aglutinante de una candidatura frentista en las generales, y que esa disyuntiva a cara de perro relegue la memoria de sus deslealtades. Si le sale bien habrá demostrado que la verdad y la mentira son en política elementos anecdóticos, circunstanciales. Y que quien les dé algún valor es un alma de cántaro, un pardillo de candidez incurable. La próxima vez no habrá coartadas para decepcionarse. Haberlo pensado antes.