ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 05/03/17
· Discúlpame, pero no voy a perder espacio en comedimientos biográficos sobre Paul Léautaud. Te bastará con su lápida «Escritor francés (1872-1956)» y lo que consta en una placa a la entrada de su casa de Fontenay-aux-Roses: «Escritor francés, extraño a toda fe e inquietud filosófica». Más detalles los encontrarás en la nota que publicó Juan Bonilla, a propósito de la edición castellana de la antología del Journal littéraire que preparó Pascal Pia en 1968. La ha publicado Fuentetaja y llena 920 páginas.
Como le dijo Josep Pla a Sílvia a propósito de la posibilidad de hacer un volumen con sus diarios: «Si le cayera en la cabeza, señorita, le haría daño». En este plan de choque no debes olvidar la pregunta que nos dirigió Lichtenberg: «Cuando un libro choca con una cabeza y suena a hueco, ¿es culpa siempre del libro?». La edición española, tan bienintencionada, está traducida de modo irregular y editada con un descuido formal que incluye molestas erratas. Las 920 páginas suponen aproximadamente una sexta parte de la edición completa (6.590 en la edición en tres volúmenes del Mercure de France). La primera nota es de 1893 y la última de 1956.
Cualquier antología plantea problemas. La de Léautaud plantea especiales problemas, a los que Pascal Pia se refiere con gracia irónica en el prólogo: «Todo esto [las justificaciones a la edición, basadas en que el propio autor ya publicó en vida fragmentos del Diario»], desde luego, no significa que Léautaud no lo recriminaría si se levantara de su tumba. Nunca estuvo entre sus costumbres aprobar lo que hacía el prójimo». La antología de un diario, a diferencia de cuentos o poemas, desencaja una vértebra del género, que es el tiempo. Por si fuera poco, llueve sobre mojado. Cualquier diario es una antología del día y en este caso hay que elegir los días antológicos.
La forzosa selección extirpa uno de los placeres más extraños de este libro, que es el más grande de su clase y aún no lo había dicho: el paso de los días prosaicos, olvidables, en los que no sucede nada, como en la mayoría de los días del hombre, hasta que, de pronto, estallan una idea, un suceso, novedades aún más emocionantes, porque venimos sabiendo desde la primera página lo que es vivir, tan a menudo un ir y venir entre la niebla sucia. Aun con todo, ¡viva esta antología!, porque está en español y porque trae mucho y bueno del monstruoso escritor francés.
Todo, absolutamente, lo que trae este libro te indignará. Tal vez podría complacerte su amor a los animales. Pero cuando llegaras al momento en que ya muy viejo ahoga a una mona infecciosa con sus propias manos abandonarías toda esperanza. En cuanto a mí pocos libros me han dado tal placer. Esto le gustaría a Léautaud, porque solo la búsqueda del placer condujo su incesante vida. Mi placer se identifica con un párrafo de Elizabeth Kolbert en un reciente artículo para el New Yorker que menciona el componente fisiológico del sesgo de confirmación: «La gente experimenta auténtico placer –una oleada de dopamina– al procesar información que respalda sus creencias».
No solo, y contra mí, amaba los animales y toleraba la suciedad, no solo tenía una pasión nula por la comida y la bebida, sino que jamás dormía la siesta. Pero, ah, verle ahí erguido, en una guerra y en otra guerra, tratando por igual a alemanes y franceses, hombres: «Continúo mostrándome como un hombre del que no se ha apoderado el retroceso que representa el nacionalismo, la idea religiosa de patria tal como nació después de la Revolución; y como el hombre que serán un día los ciudadanos de Europa, fundida en un solo estado confederal. Se me dice a menudo que soy literariamente un hombre del siglo XVIII. Lo soy también por mi espíritu social. No hay misticismo que pueda arraigar en mí».
Verle ahí, también erguido, contra el Arte: «Fui extremadamente sensible. Soy aún extremadamente sensible. Cuando me recito ciertos versos, todavía hoy mi corazón se derrite. Pero tomé partido. De los hechos verdaderos, de la observación de la vida real, del estudio del lo común de la vida saco un mejor provecho para mi mente –estoy tentado de decir un placer de otro tipo–».
Y verle tumbado, desde luego, en la posición más difícil para un hombre, si se trata de mantener la franqueza. Léautaud escribió sobre el sexo con una libertad inédita para su tiempo. Este no es el mejor libro para comprobarlo, porque la mayor parte de sus anotaciones sexuales están en su Diario particular, segregado del conjunto y del que aún se publican fragmentos inéditos. Aun así, hay pocos días sin mujeres. Este, por ejemplo, que debo de elegir por su ternura, animalitos: «La historia de la criadita Clotilde, tan guapa, yo tenía 14 años, a la que hacían dormir conmigo por no haber otra cama, y a la que, una noche que nos acabábamos de acostar, confundí con uno de los perritos que la perra Diane acababa de parir, ella tenía una superficie caliente y vellosa que me puse a acariciar durante unos minutos, con el silencio de la interesada».
Y la escritura, máxima dopamina. Este diario registra el momento exacto, lunes 9 de febrero de 1948, en que la escritura dejó de ser clara, francesa, para convertirse en oscura, parisién (©John Weigthman). «Es lamentable. Estas gentes tienen la mente, el estilo y el vocabulario trabados, pesados, oscuros, complicados, como todo lo que se lee en las nuevas revistas de ahora. Nada que sea claro, vigoroso, atrevido, intencionado, un tanto sedicioso, y subversivo. Un tono de enajenados lacrimógenos que no encuentran su camino». Félix de Azúa, en uno de sus atrevimientos improbables, pero atronadores, dijo hace años sobre esos autores franceses de posguerra, que la oscuridad de su escritura era una estrategia de disimulo de su colaboracionismo.
He leído estas 1.000 páginas con internet al lado. He podido ver así la cara de tantos desconocidos, he seguido los interminables paseos por París de mi héroe y hasta he escuchado sus valses. Escribe, con 75 años, que sentado en su sillón se canta viejas melodías de baile. «Vuelvo a ver al Azote [con ella mantuvo 17 años de vicio] cantando y bailando para mí ante su espejo el vals de Indiana, con una gracia en los gestos, un acento en la voz, que me fascinaban». Y un día después: «Madame Moignard, que ha ido a verla dos o tres veces, tras su salida del hospital por el accidente –apenas puede andar, necesita ayuda para ir de la cama al sillón y del sillón a la cama, harapienta, como siempre, por un ahorro que llega hasta la avaricia– me decía: «Está sucísima. Huele mal. Apesta a orina».
El final de un diario de verdad siempre va en serio. Este llega el 17 de febrero de 1956, cinco días antes de morir, recién cumplidos los 84 años. He contado alguna vez que recuerdo claramente cuando de niño tomé conciencia de la escritura: unos prodigiosos garabatos negros capaces de emulsionar el mundo. Así este libro y la vida misma, físicamente considerados: una franja de garabatos entre dos blancos eternos.
Sigue ciega tu camino
ARCADI ESPADA – EL MUNDO – 05/03/17