IGNACIO CAMACHO-ABC

La selección tenía un problema y la Federación lo convirtió en un conflicto. El paradigma de nuestro fracaso político

PUES no, no salía gratis. Aunque la extraña lógica del fútbol tiene a veces razones que la razón no entiende, no conviene forzar las que sí son comprensibles a simple vista. Y no hay que ser ningún lince para imaginar que cuando está en juego un objetivo importante parece poco aconsejable acometer cambios esenciales en la misma víspera. Hace bastante tiempo que los especialistas en formación para el liderazgo imparten lecciones utilizando el deporte como metáfora de la experiencia de la vida, pero los responsables de la selección española no debieron de asistir a clase ese día. A derrota consumada sobrarán conclusiones ventajistas; ciertamente podía haber funcionado la autogestión de los jugadores, el compromiso del grupo, incluso el revulsivo anímico de la autoestima. Sin embargo, lo normal era que las decisiones precipitadas y compulsivas trastornasen el ambiente, provocaran confusión y quebrasen la armonía. Por más que los silogismos futbolísticos casi nunca sean lineales, pensar que el vodevil de la destitución de Lopetegui no tendría consecuencias era forzar demasiado las premisas.

La andadura española en el Mundial de Rusia ha sido un despropósito colectivo. Empezó con la falta de respeto evidente que suponía la oferta de Florentino, que llevado de sus urgencias particulares ignoró el significado de la camiseta nacional, su naturaleza de símbolo emotivo. Continuó por la insensibilidad del técnico para evaluar que la aceptación de la propuesta podía desencadenar efectos críticos. Y alcanzó el paroxismo en la hiperbólica y torpe reacción del presidente de la Federación, en su ataque de cuernos pueblerinos, en su tic autoritario propio del más rancio cojonudismo. Entre todos han compuesto una parodia de nuestros peores vicios políticos: las luces cortas, el sectarismo, la ausencia de perspectiva y de fineza, la tendencia al melodrama y al griterío. Una cadena de actuaciones calamitosas que trasciende a la baja forma de unos deportistas o la incompetencia de un entrenador interino; daña al fútbol español en su creciente prestigio y ratifica la ineficacia de los gestores públicos del país no ya para resolver los problemas, sino para no agrandarlos convirtiéndolos en conflictos.

Qué lejos queda ahora la euforia de aquella marea roja, el optimismo identitario de los días de éxito. Cuando la selección acumulaba títulos dirigida por un líder templado, sensato, sereno. Cuando la gente salía a las calles con ese sentido de pertenencia en el que el fútbol cataliza el orgullo del pueblo. Sí, es sólo un juego, pero un juego en el que juegan, y de qué manera, los sentimientos: todo ese músculo emocional que activa la reputación comunitaria como compensación de otra clase de contratiempos. Eso es lo que nadie ha tenido en cuenta en este enredo del que el equipo nacional sale lesionado en su condición emblemática de punto de encuentro.