- Sea cual sea el resultado de la segunda vuelta en Francia debemos aceptar que los tiempos han cambiado
La primera vuelta de las elecciones en Francia ha sacado los colores a los todólogos. El resultado previsible chocaba con las intenciones y ante tal desajuste ya se sabe que la teórica debe ajustarse a la impavidez de los analistas. Ganó quien estaba programado para hacerlo y quedó segunda la que no había más remedio que admitir. Entonces ¿dónde estaba la inquietud sobrevenida? En el tercero en discordia, a quien le faltó poco para presentarse como alternativa en la segunda vuelta. Todo se podía asimilar menos eso.
Que Mélenchon se convirtiera en el adversario definitivo de Macron habría dibujado un panorama que hoy se considera viejuno. Un clásico derecha-izquierda. Ahora que los analistas se ocupan de la posmodernidad líquida y hasta gaseosa, volver a los escenarios de otra época sería bastante más que un retroceso analítico, casi una blasfemia sociológica. Pero el fantasma está ahí y no hay literatura capaz de convertirlo en mágico.
Si el esfuerzo que dedicamos a desgranar el poder camaleónico de Marine Le Pen y su capacidad de resistencia -a nosotros que sabemos de primera mano lo que es la impunidad de la ambición- mejor nos iría si dedicáramos algún tiempo entre tertulia y tertuliano a desbrozar lo que Mélenchon ha sacado a flote y no precisamente para bien. Tampoco para mal. Sencillamente ha retratado una sociedad antaño segura de sí misma que aborda la duda permanente sobre una superioridad -la grandeur– que le venía impostada. La izquierda antigua y moderna han quedado en ridículo. Los socialistas que amamantaron el poder desde hace décadas, siempre apegados a la teta nutricia del Estado, descabezados de aquellos talentos de la Escuela Superior, capaces de reinventarse hasta lo inverosímil, optaron por lo más visible, una alcaldesa de París, si bien nacida en Cádiz, de larga trayectoria en el funcionariado curtido desde Napoleón, que ya es sentido de raigambre. Alcanzaron el 1,7 %, el porcentaje más bajo de su historia. Los comunistas de Roussel apenas el 2,3 % y los Verdes de Jadot una inservible bicicleta del 4,5 %. Todos habrán de refundarse en la quiebra. Al no conseguir ni el 5 % estarán privados de las subvenciones que les permitían sobrevivir.
Los trabajadores más politizados votaron por Mélenchon, en la convicción más que probable de que no iba a quedar para la segunda vuelta, pero seguros de que es el único que mantiene un discurso sin pendejadas; o lo tomas o lo dejas. Lo más parecido a la coherencia, y eso se admira aunque no se comparta.
Lo bueno viene ahora: ¿hacia dónde tirarán esos millones de votos (22%) que rebañó Mélenchon? La hipótesis estadística casi coincide en las muestras. Se repartirán en tres tercios. Uno a la abstención, otro a Macron y el tercero a Marina Le Pen. Un pasmo para nuestra izquierda funcionaria. ¿Los trabajadores se han vuelto reaccionarios? Participar en la disputa Macron-Le Pen se entiende como una variante de bonoloto. O será más bien que las instituciones blindadas les traen tan sin cuidado como la propia clase política. Se saludan cada cuatro años en la cita electoral.
Nunca fueron tan pedestres los discursos y nunca tuvieron tanta importancia las definiciones; una prueba de que las palabras son el último recurso de la impostura. Mélenchon es “la izquierda populista”, según los medios canónicos. Entonces habría que escribir que Macron es “la derecha populista”. Descarémonos; todo el que es algo en política tiene como primera misión ejercer de populista, a riesgo de convertirse en twit. Macron derrumbó a Valérie Pécresse, la candidata de Los Republicanos, porque su populismo se trenzó en la enredadera de los que desdeñan cualquier forma de populismo…menos la suya. Fue la actriz Simone Signoret la que patentó la fórmula de que aquellos que dicen no ser de derechas ni de izquierdas son por principio conservadores. Macron evitó que le consideraran un populista derechista porque le pusieron en pista a Marina Le Pen, una profesional del asunto a la que en Francia califican “derecha radical”. En España tendemos al exabrupto; otro populismo letal.
Fuera de la espuma electoral quedó una balsa conservadora. Entre la derecha pretendidamente audaz y moderada que representa Macron y unos radicales de derecha a los que ha columpiado la izquierda hasta convertirlos en referentes. No hay salvación que no pase por el conservadurismo; esa parece ser la conclusión que debería llevarnos a cambiar las definiciones, como mínimo. La ambición social en un momento como éste se reduce a evitar el desastre. Este período, que nadie que no sea tertuliano puede calibrar cuánto puede durar, está pensado sobre el miedo a empeorar. Si el futuro se reduce a escoger entre ser autónomo o funcionario, todo aquel que tenga una oportunidad elegirá el funcionariado en la creencia de que lo último en venirse abajo es el Estado. Incluso se puede vivir muy bien entre las ruinas del Estado. ¿Que se lo pregunten a los avispados de las mascarillas?
Nos cabe el derecho a poder decirlo, lo que no es poca cosa en los tiempos que corren. Con una izquierda enquistada en sí misma, funcionarial y empoderada, qué carajo pueden compartir con unas clases trabajadoras precarizadas cuya tarea cotidiana es “buscarse la vida”. Tiene su lógica que la prioridad se asiente en las políticas de género, o de caso, da lo mismo, todo es gramática. O la ecología como tapadera del desmadre social. Recuerdo cuando en los años del cólera detuvieron al profesor Aranguren. El policía que le interrogó le preguntó si era marxista y él respondió con una especie de sonrisa exculpatoria, “quién hoy día no es un poco marxista”. Si nos ponemos en modo actualidad, qué persona decente o criminal, político o empleado de funeraria, profesor o vendedor de motos, no respondería de manera similar “quién no es un poco ecologista”. O afilamos las palabras y trabajamos el discurso hasta que nos salga digno de la edad adulta o estamos condenados a engañarnos con nuestros juguetes; los mismos que nos cedieron los dueños de la fábrica para que creyéramos que teníamos algo propio.
Sea cual sea el resultado de la segunda vuelta en Francia debemos aceptar que los tiempos han cambiado; sólo nuestra candidez se mantiene incólume. Y si es así, al menos ser consciente de ello y no proclamar tonterías como si fueran verdades de puño. La hegemonía conservadora es incontestable a derecha e izquierda. Unos lo ven y disimulan; los otros se niegan a reconocerlo porque sería tanto como renunciar a engañarse. Del “enriqueceos” de antaño al “adaptémonos” de ahora.