La extrema derecha europea ha aprendido lo peor de la extrema izquierda: su facilidad para dividirse
Contra toda esperanza y todo augurio, los ciudadanos franceses reaccionaron en un tiempo increíblemente breve y, en la segunda vuelta de sus elecciones legislativas, han propinado a la extrema derecha un varapalo de dimensiones épicas. El partido Rassemblement National, RN (hasta 2018 se llamó Frente Nacional), a cuya cabeza habían puesto a un atractivo muchacho de 28 años, Jordan Bardella, que de angelical solo tenía el aspecto, quedó relegado a la tercera posición, cuando prácticamente todo el mundo pronosticaba su triunfo por mayoría absoluta. Hay algunas conclusiones interesantes que sacar de esta derrota y de la victoria de los partidos constitucionalistas franceses, y esto por una razón: como dice el colombiano Juan Gabriel Vásquez, uno de los escritores vivos más lúcidos y que mejor usan nuestro idioma, “lo que pasa en Francia no se queda en Francia”. Va mucho más allá. Veamos.
1.- A las cosas hay que llamarlas por su nombre. El RN francés, pilotado de manera matriarcal por Marine Le Pen desde hace 14 años, es una de las formaciones de extrema derecha europeas que más esfuerzos ha hecho por “lavar” su imagen y presentarse ante los ciudadanos como un partido, por así decir, “normal”, asumible, encuadrable en un sistema democrático. El filósofo Bernard-Henri Lévy, tan imprevisible como poco sospechoso de filofascismo, llegó a calificarles como “una extrema derecha con rostro humano”.Ese es el error que los franceses han sabido corregir a tiempo. El RN, a poco que se levante con dos dedos la piel de cordero con que pretende cubrirse desde hace décadas, representa lo mismo de siempre: “Una idea de sociedad racista, insolidaria y xenófoba” (vuelvo a citar a Vásquez), “un nacional-populismo que se alimenta del odio y la paranoia, que juega con los miedos y enfrenta a los ciudadanos entre sí”.
La extrema derecha de hoy, en todas sus distintas variedades y formas regionales y nacionales, aprendió algo fundamental de la extrema izquierda: su voluntad esencial de inocular el resentimiento entre los ciudadanos, la pertinacia en señalar a “los otros” como culpables únicos y absolutos de todos los males que existen, reales o imaginarios, que eso da igual. Pero muy rara vez proponen algo. Su negocio consiste en cabrear a la gente, no en ofrecerle alternativas. Son lo que son, lo que han sido siempre. No otra cosa.
2.- Existe un sentimiento de dignidad nacional estrictamente político. La derecha democrática francesa, en sus distintas hechuras, ha sido capaz de ponerse de acuerdo con las mucho más diferentes opciones de la izquierda, en un tiempo asombrosamente breve, para pararle los pies a la ultraderecha. Se ha llegado incluso a lo que parece casi un imposible metafísico: en aquellas circunscripciones en que la competencia entre derecha e izquierda pudiese favorecer a los ultras, una de las dos opciones democráticas renunciaba a presentarse para sumar votos. ¿Cómo se ha conseguido eso, que en España sería completamente imposible? Mediante el esfuerzo por despertar entre los ciudadanos algo que parecía dormido: el orgullo de ser franceses y “republicanos”, palabra mágica que en Francia no alude tanto a una forma de Estado como a los principios esenciales de la democracia. Se ha demostrado que, ochenta años después, entre los franceses sigue vivo el recuerdo de la resistencia a los nazis, el odio a los colaboracionistas (ha vuelto a brotar la vieja y, hasta hace muy poco, nada desatinada comparación entre los actuales ultraderechistas y el gobierno de Vichy, con Pétain a la cabeza) y el orgullo nacional por la defensa de la libertad, la igualdad y la fraternidad frente a sus pervertidores.
¿Eso es extrapolable a otros países? Desde luego que sí, pero con una condición: que los ciudadanos de esos países sientan por su patria el mismo amor que sienten los franceses por la suya, y a ser posible por motivos semejantes. Que la gran mayoría de los españoles, italianos, belgas o rumanos (o de donde quiera que sean) sientan por pertenecer a su nación la misma honra que sienten los franceses, los británicos o los norteamericanos por pertenecer a la suya. Hay que decir, le pese a quien le pese, que no es nuestro caso.
3.- No todas las ultraderechas son iguales, y eso es un golpe de suerte para la democracia. El RN francés lleva tres décadas tratando de “des-demonizarse”, como dicen ellos mismos; buscando el modo de librar su apariencia (que no su esencia: eso es imposible) del estigma de la pasada connivencia con los nazis. Lo mismo hace la AfD alemana o, en los últimos tiempos, la dirección de los “Fratelli d’Italia” de la sorprendente Giorgia Meloni. Eso no tiene nada que ver con el Amanecer Dorado de Grecia (ilegalizado por neonazi) ni con su sucesor, Nueva Derecha, por poner un ejemplo. Tampoco con Vox, partido cuya solidez ideológica e intelectual está lejísimos de sus presuntos homólogos franceses, alemanes, italianos o daneses. Nuestra ultraderecha es, por decirlo cariñosamente, mucho más elemental, montuna y rupestre que las veteranas europeas. Incluso más que la portuguesa Chega, la última en llegar al club.
Las más bregadas ultraderechas europeas saben muy bien que su posible éxito pasa por convencer a los votantes conservadores con argumentos pasablemente democráticos, no por echarlos al monte a grito pelado ni por asustarlos con espantajos como si fueran idiotas, que es lo que hacen aquí los chicos de Abascal con su constante improvisación. Treinta años de insistencia en que la inmigración es lo mismo que inseguridad (e incluso que crimen) han estado a punto de llevar al poder al RN francés; repetir esa jugada en España es ridículo, primero porque nuestro índice de criminalidad es muy inferior al francés, porque nuestra tasa de inmigrantes de origen africano también lo es y porque en España es aún poca la gente que ve la inmigración como un problema. Pero para llegar a esa conclusión hace falta reflexionar con frialdad y con cierto realismo. Virtudes que no figuran entre las muchas que sin duda, sin duda, tiene Vox.
En manos del atrabiliario Mélenchon
La extrema derecha europea ha aprendido lo peor de la extrema izquierda: su facilidad para dividirse. Los demócratas franceses han parado a los ultras, es verdad, pero ahora tienen que ponerse de acuerdo entre ellos… y con un personaje atrabiliario, intransigente, voceón y circense como Mélenchon. Alguien incapacitado para dialogar con nadie que no le diga que sí a todo. Esa actitud intolerante, excluyente y sectaria ha sido, desde hace cien años, el peor de los males de la izquierda en todas partes. Bien, pues la extrema derecha en el Parlamento europeo anta metida en una gresca monumental a la que no cabe llamar fratricida, porque son cualquier cosa menos hermanos. De momento hay tres grupos parlamentarios con partidos ultras… además de los no inscritos, entre los que hay que contar a nuestro exótico Pérez “Alvise”, que se pierde un poco entre tanta gente que habla fluidamente inglés y otros idiomas de rojos.
4.- Se les puede parar. Las elecciones francesas, las británicas y (en España) las últimas europeas demuestran que la ultraderecha crece en Europa, pero mucho menos de lo que ellos fanfarronean: son víctima de los mismos males, o muy parecidos, que aquejaron siempre a la extrema izquierda. Se les puede parar. Lo único que hace falta es mantener la dignidad y los principios democráticos: no gobernar jamás con ellos, como sucede en Francia o Alemania. Todavía no en España. Pero está claro que se les puede parar. Solo hay que decidirse a hacerlo.