MIRA MILOSEVICH-ABC

  • «No ha habido un fin de la Historia, ni siquiera en forma de un final de las ideologías. El auge de regímenes autoritarios y revisionistas como los de China, Rusia, Irán o Corea del Norte, entre otros, demuestra lo contrario»

La lección más obvia de la guerra provocada por la invasión de Ucrania es que pudo evitarse. La invasión rusa fue consecuencia del fracaso de Ucrania y de sus aliados, tanto en el intento de disuadir a Putin, como en el uso de los sistemas de gestión de crisis para evitar un conflicto militar. Otra de las lecciones evidentes es que Ucrania, con una extraordinaria voluntad de vencer, ha sido capaz con la decisiva ayuda económica y militar de la UE y Estados Unidos, de impedir que Rusia alcance los objetivos de la ‘operación militar especial’ (derrocamiento del Gobierno de Volodimir Zelensky, conquista del país, imposición de un gobierno títere afín a Moscú, colapso del acercamiento ucraniano a la UE y a la Alianza Atlántica). La guerra ofrece además otras lecciones históricas, políticas, económicas y estratégicas para los países occidentales, aunque, sin duda alguna, las más amargas son para Rusia, dadas su derrota estratégica en Ucrania y la irreversible ruptura entre Moscú, Washington y Bruselas.

Por primera vez en su historia, Rusia no tiene aliados en Occidente. La condena de la invasión rusa ha sido unánime, aunque las democracias occidentales no hayan obtenido el ostracismo universal hacia el agresor. Los países del mal llamado ‘sur global’ (un término utilizado en estudios postcoloniales que puede referirse tanto al tercer mundo como al conjunto de países en vías de desarrollo), que Rusia define como la ‘mayoría mundial’ (los que han impuesto sanciones a Rusia representan solo el 16 por ciento de la población del planeta, pero también el 62 por ciento del PIB mundial) han condenado la invasión rusa, pero no han impuesto sanciones económicas y financieras a Moscú. Y sin duda, también han fallado algunas de las expectativas del Kremlin: la primera, que la Unión Europea no iba a ser capaz de aprobar por unanimidad sanciones a Rusia, pero sobre todo que la dependencia energética del gas ruso frenaría cualquier acción política, como lo hizo en 2008 cuando Rusia invadió Georgia, o en 2014, cuando se anexionó Crimea. Tampoco se ha materializado la expectativa de que los actores económicos occidentales, actuando en defensa de sus propios intereses, mitigarían las consecuencias de los enfrentamientos geopolíticos.

Por el contrario, las reservas de divisas soberanas y activos comerciales privados han sido congelados, y Rusia prácticamente ha sido excluida de las transacciones financieras a realizar en monedas occidentales. Como resultado, aquella no solo ha perdido la mitad de las reservas de su Banco Central, sino también el acceso a los mercados de Occidente. La ruptura de los lazos económicos entre este último y Rusia supone un gravísimo problema para Moscú, toda vez que la UE ha sido su principal socio comercial en cuanto a inversiones y modernización tecnológica antes del febrero de 2022. Sustituirlo no será imposible, pero sí muy difícil. Por otra parte, la disuasión nuclear tampoco ha funcionado como durante la Guerra Fría, que obligó a EE.UU. y a la URSS a mantener un equilibrio de terror y, por consiguiente, a resignarse a una coexistencia sin conflicto militar directo. A pesar de la apelación de varios políticos rusos al armamento nuclear, los occidentales lo consideran impensable, debido a la naturaleza suicida de su uso, y dado que no garantizarían en absoluto la victoria de Putin en Ucrania.

Rusia no ha alcanzado sus objetivos, pero ha ido adaptando su estrategia y táctica militar a las nuevas circunstancias. Ha sido humillada, pero no derrotada. Ha sido debilitada económicamente, pero no suficientemente como para retirarse de la contienda. El conflicto ha entrado en una fase de desgaste, y lo más probable es que se prolongue por mucho tiempo. Tanto Ucrania como Rusia lo consideran una cuestión de supervivencia. Ucrania, por motivos obvios; Rusia, por temor a la desintegración del país y por la mera supervivencia del régimen. A pesar de la exitosa contraofensiva ucraniana en Jarkov y Jersón durante el otoño pasado, el Ejército de Rusia, con los mercenarios del Grupo Wagner, ha avanzado en Bakhmut y Soledar, además de infligir un enorme daño en la retaguardia ucraniana, destruyendo las infraestructuras civiles y energéticas con vistas a demoler la moral de la población y elevar los costes del apoyo de Occidente. Mientras Ucrania y los países occidentales no se ponen de acuerdo sobre qué significaría derrotar a Rusia (expulsarla de todo el territorio, incluida Crimea; volver a las fronteras previas a la invasión del 2022, recuperar todo excepto Crimea…), Moscú no contempla la derrota incondicional de Ucrania, sino el «éxito estratégico» que supondría la conquista de la región sudoriental del país invadido (ya que considera la parte occidental de Ucrania ‘lituano-polaca’).

Para Occidente, la lección principal es que ha sobrevalorado el Ejército ruso, que la Alianza Atlántica sigue siendo el marco fundamental de seguridad y defensa de Europa, y que EE.UU., con su liderazgo, ha sido clave en la respuesta del bloque transatlántico en su apoyo a Ucrania, lo que pone en entredicho la autonomía estratégica de la UE. Sin embargo, resultará más importante para el futuro europeo el desarrollo de un nuevo paradigma defensivo. Desde el final de la Guerra Fría, los países europeos se han centrado en operaciones de gestión de crisis en el extranjero. La mayor guerra en el continente desde el final de la Segunda Guerra Mundial está cambiando decisivamente este enfoque y exige centrarse en la defensa territorial y en construir un nuevo modelo de disuasión. Otro de los factores que marcarán el futuro de Europa es la preocupante división entre Occidente y el Resto. ‘La mayoría mundial’ contempla esta guerra como un asunto europeo y no como una violación del orden internacional del que forman parte.

La ruptura de las relaciones económicas y energéticas entre Europa y Rusia ha marcado el final de la ‘Ostpolitik’, es decir, de la confianza en que las relaciones comerciales puedan y deban suavizar las relaciones políticas. A pesar de las dificultades y la subida de los precios de energía, la UE ha sido capaz de mantener su unidad en el apoyo a Ucrania y de ir disminuyendo drásticamente su dependencia de los hidrocarburos rusos, aunque deberá probarlo en el invierno de 2023-2024, cuando la UE deje por completo de importar gas y petróleo ruso. Moscú está perdiendo la guerra económica contra Occidente, por lo que está estrechando sus lazos con China e India, países con los que no mantendrá una relación estratégica similar a la que tuvo con EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial, pero intentará reconstruir una estabilidad estratégica y continuar siendo un actor internacional.

Entre las lecciones históricas, cabe destacar que no ha habido un fin de la Historia, ni siquiera en forma de un final de las ideologías. El auge de regímenes autoritarios y revisionistas como los de China, Rusia, Irán o Corea del Norte, entre otros, demuestra lo contrario. Tampoco se ha producido una desintegración pacífica de la Unión Soviética. Los conflictos armados han tardado en aparecer, pero son consecuencia del fracaso de convertir a Rusia en una nación-estado desprovista de ambiciones imperiales. Ahora bien, la lección más importante de este conflicto, que será largo, es que, si Rusia ganara y consiguiera cambiar las fronteras por la fuerza, nos obligaría definir otros principios en los que basar el orden internacional para un mundo que sería más cómodo para las autocracias y para los enemigos de la democracia liberal.