Ucrania, una vez más.
Veo que esta historia acabará ocupando un lugar en mi vida que nunca hubiera imaginado.
He cubierto muchos conflictos.
He documentado genocidios (Darfur) y amenazas de genocidio (Nigeria).
En 1992, dije que la guerra de Bosnia era el cementerio de la idea europea.
De la guerra del pueblo kurdo contra el Dáesh escribí que era una nueva guerra civil española, y cuando Occidente abandonó a estos valientes aliados publiqué un libro en el que explicaba que era el principio de su decadencia.
Tuve la misma sensación hace tres años, cuando cayó Kabul y Afganistán fue abandonado.
Por no hablar de todas esas guerras olvidadas por las que he alzado la voz hasta perder el aliento, ya desde Bangladesh, hace cincuenta años, cuando no paraba de repetir que para creernos que esos conflictos no afectaban en nada al orden mundial era menester nuestra miopía de ricos.
Pero esta sensación de una guerra que lo cambia todo, que pone el mundo patas arriba y en la que parece que está en juego nuestro destino nunca me ha atenazado tanto como aquí, en Ucrania, escenario de mis idas, venidas, partidas y regresos desde hace quinientos días.
Y me parece que nos ocurre lo mismo a la mayoría de nosotros en los países democráticos.
Pero ¿por qué?
Hay varias razones.
En las próximas semanas, si la actualidad me lo permite, me gustaría intentar explicarlas.
La primera es que, con esta guerra, lo peor ha vuelto a Europa como idea nueva.
Por fin hemos comprendido que las masacres a gran escala, los campos de «filtración» de criaturas, las niñas retenidas durante semanas enteras (como en Yahidne) en un sótano donde se las dejaba morir de agotamiento, de inanición, de asfixia o de vergüenza (en resumen, el Mal absoluto, la Tragedia, el lado oscuro de la Historia) no son «cosas del pasado», como nos había hecho creer un hegelianismo mal pensado cuando se produjo el hundimiento del sovietismo.
Muchos de nosotros, por supuesto, lo teníamos claro al menos desde el sitio de Sarajevo.
Escribí un libro, La Pureté dangereuse [La pureza peligrosa], para advertir, en su momento, que la Historia estaba de regreso.
Y las escenas ucranianas de las que hablo aquí, las imágenes que filmamos en las alturas de Bajmut, las de la masacre en la pizzería de Kramatorsk, o las de los torturados de Bucha, muy al inicio, recuerdan de manera innegable a lo que vimos hace treinta años en las ruinas de Vukovar, en el mercado de Markale bombardeado por los obuses de Milosevic o en los campos de Omarska y Prijedor.
La diferencia es que Milosevic no era más que Milosevic. Y cuando escribí que Europa se moría en Sarajevo, pensaba en la idea de Europa, en su ideal. Obviamente, no pensaba que aquel bandolero convertido en presidente de Serbia tuviera ni los medios ni la idea de atacar el resto de Europa después de Bosnia.
Pero Putin es otra cosa.
Su objetivo, por supuesto, es la «Rus» de Kiev, cuyo nombre Rusia robó descaradamente hace quinientos años.
Y, siguiendo una lógica bastante clásica de odio mimético, ha desencadenado contra la nación ucraniana una guerra de aniquilación de una violencia sin par, que, por cierto, les da la razón a quienes llevan quince años abogando (incluso hoy, mientras escribo estas líneas, en Vilna) por su integración en la OTAN lo antes posible.
Esta Ucrania que Rusia degüella, en realidad, es la representación de Europa.
Es una Ucrania cuyo deseo de Europa, afirmado ya en la Revolución naranja y luego, en 2014, en el Maidán de Kyiv, la hace aún más detestable a los ojos de los criminales que pueblan el Kremlin y del Ejército ruso.
Putin no solo le ha declarado la guerra a Ucrania, sino a la propia Europa, a Europa como idea, voluntad, representación y territorio.
Éramos unos cuantos, vuelvo a decirlo, los que ya lo sabíamos.
Yo, por mi parte llegué a sentirlo, casi físicamente, durante un debate público en Ámsterdam en 2019 con Alexander Dugin, el principal ideólogo de Putin, el alma de su proyecto euroasiático: un auténtico nazi.
Y en el último libro de mi compañero Raphaël Glucksmann, galardonado con el Premio Jean-Daniel, hay datos concretos que no dejan lugar a dudas sobre esa voluntad metódica de romper la Unión Europea.
Sin embargo, el elemento novedoso es que las Cancillerías y la Opinión Pública por fin se han decidido a escuchar.
Nunca me ha gustado ese concepto demasiado spengleriano, de «guerra de civilizaciones».
Siempre me ha parecido tan desagradable como la idea del fin de la historia de Fukuyama, que entró en el debate público en la misma época.
Pero es justo eso de lo que se trata.
El putinismo es más que una política. Es más que un imperialismo. Su voluntad de poder es más temible, si cabe, que la de los ideólogos que ostentan el poder en Teherán o en Ankara porque es una alternativa global (penosa, pero global) a la civilización propia de las regiones del mundo que se rigen por principios democráticos.
Los ucranianos lo comprendieron de inmediato.
Y esa también es la razón de su lucha.
Y lo que por fin está saliendo a la luz es esta comunidad que comparte un mismo destino.
Esta es la primera y más sorprendente singularidad del Acontecimiento ucraniano.
Continuará la semana que viene.