ABC 15/02/17
ÁLVARO DE DIEGO, PROFESOR TITULAR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD A DISTANCIA DE MADRID
· «Sorprende que se hayan esgrimido habitualmente las bondades de la Segunda República para desacreditar el gran éxito colectivo de nuestra Transición»
«YO recuerdo que estaba viajando por Europa cuando contra España se habían desencadenado todas las malas pasiones, cuando toda Europa se desataba en injurias contra España: en aquellos momentos sentía que aquellas injurias se desataban contra mi Cataluña, contra Aragón, contra Valencia y contra todas las regiones de España, unidas ante un solo insulto: y yo me sentí herido por aquellas injurias como cualquier hijo de otra región española». Estas palabras, recuperadas por Pabón, las pronunció Francesc Cambó. No se trataba, desde luego, del horrorizado líder de la Lliga que enfilaba el camino del exilio en el verano del 36. No era aquel que, ante la explosión revolucionaria con que los defensores de la autonomía amparaban la persecución religiosa, advertía un descarnado pleito entre «barbarie y civilización» y prestaba su –matizada y breve– adhesión a la causa franquista. El Cambó que había sufrido, desde su irrevocable sensibilidad catalana, el agravio contra España era otro: el airado con la protesta internacional que al grito de «¡Maura no!» se había cobrado la cabeza del político conservador en 1909. De hecho, el mecenas catalán se integraría en 1921 en el gabinete de concentración del recuperado político alfonsino como ministro de Hacienda. Antes lo había sido de Fomento.
Hoy un expresidente de la Generalitat afronta un juicio por prevaricación y desobediencia. Otro, figura estelar del nacionalismo en las últimas décadas, aparece relacionado junto a sus hijos con pantagruélicos casos de corrupción. El frente secesionista que gobierna Cataluña, por último, se encamina hacia un referéndum independentista condicionado por el apoyo presupuestario de la extrema izquierda. No vale la pena imaginar siquiera el estupor que causaría el vodevil al estadista gerundense.
Observó Ortega que nuestra atención, recurriendo a una astucia sutil, somete la realidad a su perspectiva. Por eso sorprende que se hayan esgrimido habitualmente las bondades de la Segunda República para desacreditar el gran éxito colectivo de nuestra Transición. Aquella presunta Arcadia ofreció patentes rasgos de sectarismo y el mismo Cambó atribuyó el 14 de abril a «una inundación de todos los rencores, de todas las impudicias y de todas las protestas». La aludida pintura impresionista se detiene poco, sin embargo, en el tratamiento de la cuestión mal llamada «territorial». Y ello resulta significativo, pues al arquitecto de nuestro cambio democrático, Torcuato Fernández-Miranda, le soliviantó la introducción de las «nacionalidades» en la Constitución. Preocupado por la unidad de España, lamentó que ni la nefasta República se hubiera atrevido a tanto.
El diario Luz, auspiciado por Ortega y Gasset como el «más fiel defensor» de la democracia republicana, se mostró en abril de 1932 partidario de la concesión autonómica para Cataluña, «que a ella y a la nación entera conviene». Precisaba, eso sí, que autonomía no significaba soberanía: no podía haber en el Estatuto nada que significase cesión a este respecto. Un mes después era el primer ministro Azaña quien se dolía de que la iniciativa en este punto hubiera correspondido siempre al catalanismo. A su entender, la cuestión solo podía y debía resolverse en «una síntesis nacional, en una renovación de la estructura interna de la Nación española». El propio Ortega, a quien Cambó había acusado de «dilettante de la política», aquí se mostró menos esquivo que de costumbre. «El problema catalán», según expuso en las Cortes republicanas, era «un problema perpetuo desde antes de la unidad», y seguiría existiendo «mientras España exista». Antes que resolverlo, el filósofo defendía la necesidad de «conllevarlo». A fin de cuentas, como había expuesto en su España invertebrada, el nacionalismo periférico constituía la «manifestación más acusada del estado de descomposición» que protagonizaba el pueblo español. Hipersensible para los propios males, la esencia del particularismo regional consistía en que cada grupo dejaba de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia dejaba de compartir los sentimientos de los demás.
Para el pesimista Ortega solo existía algo más irrenunciable que la voluntad de algunos catalanes de vivir aparte. Consistía en «la voluntad del resto de España de resolver juntos con Cataluña los problemas». El Estatuto, en suma, no debía cuestionar la unidad nacional entregando a colectivos egoístas los «instrumentos de cultura» privativos del Estado.
Una voz más se alzó en aquella discusión. Alejandro Lerroux, fundador del Partido Radical, se declaró partidario de la descentralización administrativa, siempre y cuando no atentase contra la unidad de la soberanía nacional. El impulsor del gran partido de centro republicano no vacilaría luego en sofocar el estallido revolucionario de 1934 y, a raíz de ello, suspender el Estatuto de Cataluña.
Quizás ahora, como entonces, se haya escamoteado la solución auténtica al problema. Ortega ya la propuso bosquejando un sugestivo proyecto en común para todos los españoles. Algo de ello se alumbró en el Cádiz de nuestras primeras Cortes y clareó, sin duda, en la transición a la democracia. En ambos momentos pareció que el país había dejado de asemejar compartimientos estancos, donde cada grupo se cerraba sobre sí mismo y trataba de «imponer directamente su voluntad» al resto.
Pero, de no hacerse algo al respecto, retoñará una vez más el triste aserto del final de Bienvenido, Mr. Marshall. Habrá que pagar entre todos lo que unos pocos han gastado en este carnaval.