IGNACIO CAMACHO-ABC
- La aniquilación de la centralidad política es el mayor de los problemas que Sánchez va a dejarle al país en herencia
Ni un minuto merece la pena emplear en discutir, o comentar siquiera, la legitimidad de los pactos del PP con Vox, sean en Valencia o en un municipio perdido de la España vacía. Cuatro años de modelo Frankenstein han despenalizado moral, política y jurídicamente a una caterva de fuerzas radicales, destituyentes y hasta filoterroristas con indultos y reformas legislativas a medida, y por mucho que se desgañite el ‘grupo Wagner’ del sanchismo –hallazgo de César Calderón–, sus protestas suenan ya a rutina, a consigna de escasa convicción pronunciada con la boca chica. La normalización del extremismo es obra de este Gobierno, cuyo presidente decía que la simple idea de pactar con Podemos le envenenaba el sueño. Es tarde para la indignación impostada y el postureo lastimero. Lecciones de superioridad ética, ninguna: el ‘no es no’ y el ‘sí es sí’ han vacunado a la opinión pública contra toda clase de experimentos. Y ya va largo este párrafo, no perdamos más tiempo.
La cuestión de fondo, el verdadero problema, es la ruptura de la centralidad política que Sánchez deja como herencia para sí mismo o para el que le suceda. La reconstrucción del bipartidismo y de los acuerdos de Estado no figura en la agenda porque la única certeza de las elecciones de julio consiste en que gane quien gane seguirá viva la dialéctica de trincheras. La estrategia de la polarización por bloques, diseñada para simular la mayoría social que el proyecto sanchista nunca ha tenido, plasma un concepto aventurero del poder típico del populismo, el de la invención de enemigos y la creación de frentes ideológicos ficticios a base de estimular el enfrentamiento banderizo. La consecuencia es la desaparición, ejemplificada en el desplome de CS, de cualquier atisbo de moderación, transigencia o eclecticismo. Y, lo más grave, la voladura de la institucionalidad como espacio neutro de encuentro y equilibrio.
En este marco, si la alianza de los populares con Vox se consolida –como parece inevitable– a escala nacional quedará disipada la esperanza de alejar la confrontación sectaria. La presencia en el Ejecutivo de una formación iliberal retroalimentará la intolerancia en la acera contraria e impedirá que incluso un eventual relevo en el liderazgo del PSOE devuelva a este partido al cauce templado de la socialdemocracia. La derecha podrá derogar o cambiar las normas más dogmáticas de esta etapa pero la convivencia seguirá dañada por la ausencia de puentes estables entre dos orillas cada vez más separadas. Y cuando se produzca una nueva alternancia volverá intacto, tal vez aún con más ganas, el espíritu de revancha. Ese círculo vicioso de fractura civil sería la victoria ‘póstuma’ de Sánchez, la consolidación de las dos Españas con sus viejos fantasmas. Y sólo la puede impedir un ejercicio de responsabilidad ciudadana, un avance claro del moderantismo sin rémoras ni cargas.