ABC-JON JUARISTI
La izquierda arremete contra el Tribunal Supremo en un intento de deslegitimarlo
EN el examen de Historia incluido en las pruebas de Selectividad de la Comunidad Autónoma Vasca ha caído este año una pregunta referente al acuerdo entre Indalecio Prieto y José Antonio Aguirre que condujo a la puesta en vigor del Estatuto de Guernica y a la tardía incorporación del PNV al bando republicano en la Guerra Civil. No falta quien ve en ello un gesto tendencioso del Gobierno del PNV, que pretendería así recordar a los socialistas la necesidad de hacerle nuevas concesiones si pidieran su apoyo a la investidura de Sánchez. Como hipótesis, tal memez no se sostiene. Nadie ignora que el PNV no pacta cosa alguna con partidos o gobiernos «españoles» sin sacar algo a cambio. Para eso están los pactos, dicen los abertzales, y razón no les falta.
En el otro extremo se ha producido una reacción simétrica al considerando del Tribunal Supremo acerca del inicio de la Jefatura de Estado de Franco, que los magistrados sitúan en 1936. La rabieta consiguiente de la izquierda resulta tan infundada como la de los antinacionalistas contra la Selectividad vasca.
Tanto la elevación de Franco al mando único del bando nacional como el acuerdo entre Prieto y Aguirre tuvieron lugar en octubre del mencionado año 1936. Franco asumió su nombramiento el 1 de ese mes, y Aguirre el cargo de Lendakari (que no Lehendakari) el 25. Por cierto, en lo que hace a su sentido literal, los términos «lendakari» y «caudillo» son estrictamente equivalentes. Los dos se refieren al mandamás de una horda.
Ambos actos, la elección de Franco por sus conmilitones y la elección de Aguirre por los suyos, pretendían ser legales, pero obviamente reclamaban legalidades contrapuestas, excluyentes, y en todo caso precarias. Su confirmación retrospectiva dependería del resultado final de la Guerra Civil entonces en curso y, por supuesto, del reconocimiento internacional mayoritario. Hablo de legalidad y no de legitimidad, porque, en lo que hace a esta última, ambos contendientes carecían de ella. Como muy bien sentenció Julián Marías, los que ganaron la guerra no merecieron ganar, y los que la perdieron merecieron perder. Ahora bien, como también observara Marías, el régimen franquista gozó de una legalidad que no tuvieron los gobiernos de la II República en el exilio. Y esa legalidad –una legalidad fáctica y no metafísica, por mucho que los vencedores reclamasen un fundamento divino de la misma– venía del 1 de octubre de 1936, que fundó un Estado nuevo, un Estado de Excepción, si se quiere, pero un Estado con su monarquía electiva de tipo visigótico (el jefe de ese Estado era Dux Hispaniae, como Leovigildo). Su antagonista, el surgido de las elecciones locales de 12 de abril de 1931, perdió hasta su Jefatura antes de perder definitivamente la guerra. La perdió cuando Azaña huyó a Francia y abandonó la República a su suerte. El ersatz (también fáctico) de la Jefatura desvanecida, el Consejo Nacional de Defensa, se rindió a la otra Jefatura, la designada por la Junta de Defensa Nacional el 1 de octubre de 1936, dando comienzo entonces la rápida cadena de reconocimientos internacionales del régimen nacido con el empavesamiento de Franco en Burgos.
¿Traicionó el Consejo Nacional de Defensa a la República? Aunque así fuera, su traición habría tenido un precedente que la izquierda olvida, haciéndose la tonta. El precedente de la del PNV en Santoña, el 24 de agosto de 1937, cuando el Gobierno de Aguirre pactó la entrega de sus milicias a los italianos, contribuyendo así, tácitamente, a la legalidad reclamada por Franco. Pero, claro, se trataría del PNV, faro y guía del proletariado, y no del Tribunal Supremo, facha y enemigo de clase según todos los indicios.