Poco después de la maniobra del pasado miércoles, la posibilidad de que la Fiscalía empezara a distribuir citaciones era un inquieto comentario común entre los diputados sediciosos, porque lo sedicioso no quita lo valiente, según. Para ello habría bastado que el Tc hubiese apreciado lo que cualquiera. La evidencia de que en el Parlamento se había cometido un delito. Pero el Tc no mandó a la Fiscalía que investigara esa posibilidad –ni el Tc ni nadie–, dejó pasar el fin de semana y ayer dio 20 días para la presentación de alegaciones. Es mejor enfriar las cosas, sobre todo en agosto. El Tc confía en que esas alegaciones se presenten. Los nacionalistas han declarado que no reconocen la autoridad del Tribunal, pero hasta ahora esa declaración no ha ido acompañada de los hechos correlativos. Al contrario de los etarras, que enmudecían tras proclamar su falta de reconocimiento al tribunal que iba a juzgarles, los nacionalistas alegan ¡su desacato! Pero sería sorprendente que el Tc viera en esta maniobra otra virtud que la de mantener la fachada de seriedad institucional del proyecto.
La estrategia de lentitud y apaciguamiento del Tc, que de momento comparte todo el establishment institucional, puede defenderse por las tortuosas necesidades del Estado de derecho e incluso como pedagógico contraste de las gritonas vejaciones que los nacionalistas catalanes infligen al sistema. Pero tiene sus contrapartidas. Da inesperadas y desmoralizantes razones para insistir en el descrédito de la política y de su escenario principal: un parlamento local puede ilegalizarse y si, en realidad, no ocurre nada, quizá sea porque la política ya es nada. Otra contrapartida es más clásica y alude al curso que sigue una infección no tratada. La última, y la más inquietante, es admitir que la Cataluña sediciosa es un poder fáctico: es decir, una reserva que se extiende sobre la democracia.