A PROPÓSITO del suicidio de Fernando Altuna, el diario Abc rescata una vieja fotografía del día que mataron a su padre en su presencia. Una mujer está echando un cubo de agua sobre la sangre del capitán de la policía nacional. Pronto quedará todo bien baldeado y el suelo seco. Es 6 de septiembre de 1980. Han pasado 37 años, pero el tiempo no ha logrado dar aún con los asesinos. La fotografía me persigue como pocas. He visto centenares de este género. Basta un segundo con alguna para que suban las lágrimas. Pero esta es otra cosa. Se parece a mi Splash! de Hockney, quién iba a decirlo. Ahí, entre la sangre y la lejía, va disuelta una vida hacia el sumidero. Fue el capitán Altuna.
Aún sigue la foto en mi cabeza cuando los periódicos traen la noticia de un desarme de Eta. A propósito de la noticia (el periodismo, ya ven, es un a propósito) hay entrevistas con ex asesinos y personal auxiliar. Va para género. En todas estas entrevistas planea, como un hongo nuclear, la complejidad. No solo es que más de uno la cite directamente, a modo de detente bala, cuando se le pregunta por aquellos hechos de su vida. Es que hay una atmósfera de complejidad psicológica en los relatos. El olvido, el arrepentimiento, la discusión del método. Graves complejidades. Matar, en efecto, debe de ser complejo. Qué sencilla es, sin embargo, la muerte, esta cosa en sí de la lejía y la sangre.
Los ex asesinos merodean en sus complejidades, pero el muerto sigue en activo y nunca alcanzará la condición de ex. En cualquier muerte sucede lo mismo: unos caen y otros siguen. Aunque los asesinatos exhiben una desigualdad más poderosa: uno cae y el que ha disparado sigue andando. La mayor parte de los asesinos corrientes no son llamados para que exhiban su complejidad. En la ruina callada de su conciencia, maceran hasta que mueren. Por el contrario, en los asesinatos políticos la desigualdad binaria entre el que mató y el que murió salta a la cara con frecuencia: «Aquello fue muy complejo», van diciéndole al cadáver. ¡Si lo sabrás tú!, deberían añadir con humor.
Los efectos colaterales del terrorismo son inmensos. A la vista pareada del cubo de lejía y de los honores, ciertamente complejos, que las portadas de los periódicos rinden al ex asesino McGuinness surge, por ejemplo, uno catastrófico. Esta convicción, obvia, pero tan obscena e insoportablemente representada en este caso, de que la vida moral no tiene premio. Y la instrucción consiguiente de que, por lo que pudiera pasar, no hay que perder un minuto en nada que no esté regido por el principio del placer individual. ¡Caiga quien caiga! Es así también (cerebros, vísceras, huesos al margen) como la onda expansiva terrorista desintegra.