ANTONIO RIVERA-El Correo
Para resolver los problemas que nos dejó la violencia terrorista no hay ninguna razón científica que avale el procedimiento de la intervención decidida o el de la cura mediante el tiempo
Lengua de madera (‘langue de bois’) es como llaman los franceses al lenguaje utilizado por los políticos que consiste en no decir, usando para ello expresiones vacías, imprecisas, ampulosas, aéreas y esquivas de la realidad. Es hablar para no decir nada, para no abordar lo que se tiene delante, para dilatar el momento del inevitable pronunciamiento, para ganar tiempo, para engañar al otro y, sobre todo, para evitar asumir responsabilidades y para no tomar decisión alguna. La lengua de madera es la que usa el encargado de explicar lo inexplicable, el portavoz que tiene que poner la cara y la excusa vana para que se la rompa el desprecio o la ira del ciudadano, en lugar de callar y aceptar que lo has hecho mal y que no tiene explicación posible. Pero también es el resultado de esa suma cero habitual en la política que consiste en parir un documento entre distintos que contenga, no ya el acuerdo mínimo, sino la vaporosa coincidencia con la que nadie resulta ni dañado, ni llamado, ni afectado. Es ese texto vacío cuya única virtualidad es la imagen de unidad que proyecta, pero que no tiene nada debajo, solo la foto de todos a favor o en contra de no se sabe qué.
El final del terrorismo ha dado paso a una situación de esta naturaleza. El peligro en estos momentos no es que olvidemos lo que ha pasado aquí o que no reparemos en la presencia de sus víctimas. Vivimos tiempos de sobrerrepresentación, de con-memoracionismo, que se demuestra tan inadecuado como la parquedad o como la desmemoria. Asistimos a un aluvión conmemorativo de todo tipo de violencias y de víctimas, donde empieza a resultar incomprensible entender qué pasó. Es como si se recordara la Segunda Guerra Mundial con paralela ignorancia de si fue Alemania la que invadió Polonia o si fue al contrario. En esas ya estamos por ahí afuera.
En casa también. Aquí nos movemos entre la lengua de madera y esa imagen banal. La primera sirve para fragmentar la realidad en secuencias literarias que desvirtúan lo evidente. Es esa manida frase de que esto no es lo que parece. El homenaje número ochenta y algo –tantos llevamos– a un par de expresos de ETA se relata fragmentariamente como dos personas que vuelven a su pueblo después de un tiempo de ausencia y que son recibidos con alegría por sus familiares, amigos y allegados sin más intención ni trascendencia social o política. Pero eso no es lo que parece.
Hay una variante intermedia de la lengua de madera que consiste en responder a la pregunta que nadie hace. En el mismo caso, consiste en decir que esa demostración de respaldo a los antiguos malvados no es ningún delito. Cierto. Lo asegura el portavoz del Ejecutivo, al que no corresponde la función de juzgar legalmente sino la de apreciar políticamente, con arreglo a la moral pública. Perdió una formidable ocasión para ello, para demostrar que al Gobierno compete la virtud pública y el rechazo de la maldad jaleada.
Otra variante es la del retorcimiento de la lengua hasta dar lugar al parto de expresiones insólitas. Aquellos «Retratos municipales de las vulneraciones del derecho a la vida en el caso vasco» es un buen ejemplo. Hemos pasado de la teología a las ciencias sociales sin solución de continuidad, como evidencia la capacidad de algunos para generar ‘palabros’. Aquella lengua de madera de nuestros pastores de la Iglesia en los años duros, evitando tomar partido por alguna parte de su rebaño –las ovejas o los lobos–, se ha instalado entre nosotros en forma de jerga oficial, gubernamental, de estilo políticamente correcto, cuya razón última es huir del uso de las palabras que usamos las personas corrientes. De su uso y de la semántica mecánica que esas palabras conllevan: asesinato, crimen, terrorismo, intención, elección, responsabilidad…
El punto final de este viaje en la nada es esa imagen banal de unidad. Su expresión superlativa es un Día de la Memoria que lleva ya ocho años sin lema, sin documento y sin intención precisa. Todo consiste, empieza y termina en caras compungidas, flores por doquier y un supuesto silencio elocuente. En tales condiciones, sin exigencia ninguna, no resulta extraño que todos hayan acabado por asistir con general comodidad. Es el tipo de conmemoración perfecta para quien no pretende recordar nada, para quien no tiene intención de responder por sus acciones, pronunciamientos u omisiones pasadas. Si hubo un día en que gritó el silencio fue porque los de enfrente hacían explícito lo evidente. Hoy no está ese otro que nos interpele. Nos debemos preguntar nosotros mismos y ello nos obliga a explicarnos, a dejar claro ante la ciudadanía qué sentido tienen para nuestros representantes esos minutos anuales de recogida seriedad rodeados de fotógrafos.
Para resolver los problemas que nos dejó la violencia terrorista no hay ninguna razón científica que avale el procedimiento de la intervención decidida o el de la cura mediante el tiempo. Pero creo que estamos optando por hacer como que hacemos, y eso es peor que no hacer nada, porque nos autoengañamos con ello. Igual es mejor dejar claro qué queremos, qué significan nuestros gestos, aunque tengamos que volver a la foto con las ausencias de quienes no quieren o no pueden estar en ella.