Cuando por vez primera en siglos hemos disfrutado un sistema de libertades basado en la igualdad jurídica y en la ciudadanía, es cuando más nos volcamos en la vindicación de lo primitivo, en la exaltación de un estado de naturaleza en el que se es lo que se es de nacimiento y para siempre, por pertenencia étnica y lingüística, por una pureza ancestral siempre agraviada.
En la madrugada del último catorce de mayo el guardia civil Juan Manuel Piñuel era asesinado por ETA en una localidad alavesa, cercana a Vitoria, de nombre desconocido incluso para aquellas generaciones de españoles que habían ejercido su memoria en un bachiller enciclopédico de geografía e historia nacionales. Desde el primer momento, el topónimo Legutiano copó todos los titulares de los periódicos y sólo pasado un tiempo, unos pocos medios rompían la muralla infranqueable del misterio aportando, entre líneas, la vieja denominación de Villarreal de Álava. Entonces algunos ciudadanos avisados recordaron que desde la Transición política de 1977 los poderes locales y el nacionalismo asfixiante venían dedicándose a mutilar la historia y corromper la geografía siempre con la excusa de la búsqueda de raíces y la afirmación de purezas. Una de las primeras víctimas del deseo nacionalista de enterrar la historia del País Vasco fue el municipio de Villarreal de Álava , al que en 1980 , de un plumazo , se le cambió el revelador nombre , utilizado durante seis siglos y medio , por el del topónimo latino vasquizado de Legutiano.
La villa de Villarreal de Álava había sido fundada en 1333 por el rey de Castilla Alfonso XI y, dada su estratégica ubicación, fue escenario de diversos enfrentamientos bélicos tanto en la segunda guerra carlista como en la guerra civil. A pesar de que los nacionalistas vascos siempre han pretendido convertir sus derrotas en victorias, el nombre de Villarreal no les debía resultar cómodo. En diciembre de 1936, el ejército vasco, alentado personalmente por el Lehendakari Aguirre, fracasó en su intento de ocupar Villarreal y avanzar desde allí hacia Vitoria y Miranda de Ebro como forma de aliviar la ofensiva de las tropas franquistas contra Madrid. Allí, el vanidoso Aguirre se ganaría el grotesco apelativo de Napoleonchu con el que la derecha vizcaína celebró el desastre de la operación.
Un fantasma recorre España
Rectificar lo tradicional por lo racional fue la consigna y el proyecto de Azaña con la llegada de la República en 1931. Curiosamente, los tradicionalistas del siglo XXI, travestidos de progresistas, desean hacer lo contrario: cambiar lo racional por lo tradicional. Que el mensaje venga de los nacionalistas y los regionalistas se comprenden porque proceden del fondo más rancio del tradicionalismo de toda la vida. Lo que no se entiende es que la izquierda se tome en serio que la modernidad política y cultural pase por satisfacer aspiraciones parecidas a las que tenían los carlistas de hace siglo y medio. Lo que no se entiende es que la modernidad consista en devolver España al Antiguo Régimen, con sus valores, usos y costumbres, rebosantes de salud, bendecidos por los curas domésticos y los caciques locales.
“Hijo, resiste como resistieron los guanches hasta la muerte”. De esta manera infundía ánimos a un concursante canario de Operación Triunfo, amenazado de expulsión, su belicosa madre. La frase, como las canciones que escuchaba Antonio Machado en los labios niños, lleva la historia confusa y clara la pena .Es un eco del rumor poderoso que hoy halla el regionalismo en la educación sentimental de los españoles. Ser canario y guanche, vasco y carlista o nacionalista, catalán y segador o catalanista, gallego e irmandiño o bloqueiro… se ha convertido en una determinación, en una obligación ante la historia de modo que no hay acontecimiento que no se trasforme en una representación melancólica de Wifredos y banderas, bien sea el evento un partido de fútbol, una manifestación contra la reforma universitaria, una protesta contra la guerra o un programa de televisión.
¡Qué drama el de España! Ver siempre frustrada la nación liberal por los integrismos tradicionalistas de toda filiación política y, por supuesto, ver cómo nuestras desdichas se tejen en el telar de las falsas y pintorescas ilusiones de un tiempo imposible. Hace ya muchos años que en sus “Meditaciones del Quijote” Ortega se decía: “¿No es cruel sarcasmo que luego de tres siglos y medio de descarriado vagar, se nos proponga seguir en la tradición nacional? ¡La tradición! La realidad tradicional en España ha consistido en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad de España.” Las palabras del filósofo no han envejecido, las actuaciones de los gobiernos autonómicos de uno u otro color no han permitido que envejezcan.
Lo regional, como en el siglo XIX lo nacional, pasa por la historia que no retrocede ante la leyenda, la trivialidad o el error, con tal de que éstos vayan unidos a una representación concreta del pasado. Todo es cuestión de imágenes, de tradiciones propias y genuinas, desde celebraciones festivas a rememoraciones de batallas, viajando por el estómago y la gastronomía. Los historiadores, atrapados en la diagonal que va de la biblioteca al caserío, han inventado el mito y desenterrado antepasados tanto en los conquistados como en los conquistadores. Los poetas, desde la melancólica elegancia de Manuel Machado y su “yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron/ soy de la raza mora, vieja amiga del sol” al huracanado viento de Miguel Hernández “asturianos de braveza/ vascos de piedra blindada…” se han llenado la voz cantándolo. Y los políticos, siguiendo una tradición localista que tal vez comienza en 1808 con el labrador Andrés Torrejón, el alcalde de Mostotes y su imponente declaración de guerra a Napoleón, han sabido tejer en nuestra democracia televisada ese haz de relatos y aleluyas.
La primacía de la sangre , que ridiculizaba Cadalso en el siglo XVIII y que todavía llenaba de nostalgias a la nobleza de postín en los tiempos de Franco, ha sido sustituida desde el Estado de las Autonomías por una suerte de linaje territorial que es el único prêt á porter que los políticos han podido vender al pueblo . La exaltación del terruño, la extraña amalgama de consanguinidad y territorialidad , que viene de “ la tierra y los muertos” del ultranacionalista, antidemócrata y antisemita Maurras y se reproduce en el RH negativo de los dirigentes vasquistas, ha cortado la vida de los ciudadanos a la medida de sus regiones , de modo que la primera pregunta que surge entre dos españoles que acaban de conocerse, y que resulta absurda a los ojos de un francés, es si el otro es gallego, o vasco, o catalán, o aragonés, qué guerra perdieron o ganaron y si han “normalizado” ya la lengua de los ancestros.
Oscurecida la idea de España como nación, reacios a identificarse en una historia común, los españoles y sus políticos han inventado una manera de comulgar más atractiva que la de las religiones o las ideologías: la exaltación regional, la resonancia folklórica de un designio descentralizador que desborda los grises fines de la pura reflexión administrativa. Hay en todo ello un anarquismo centrífugo y consumista que se mueve entre la plaza del pueblo, El Corte Inglés y la televisión. Lo que pasa más allá de estos tres casquetes polares del hogar interesa a poquísimos, de ahí que los telediarios dediquen cada vez más espacio a trasmitir las noticias de la aldea o a difundir las opiniones de expertos en ferias, gastronomía, deporte y danzas populares. Los jóvenes de antes soñaban con viajar en el submarino amarillo de los Beatles o vivir elegantemente en la desesperación, a lo Baudelaire o Rimbaud en aquel París bohemio e imposible de Montmartre. Los de ahora, perdidos en el bucle melancólico que han modelado los nacionalismos de siempre y los regionalismos del Estado de las Autonomías, no saben quién es Baltasar Gracián ni Baudelaire; están en casa atrapados en el cepo de Internet; y ya no sueñan sino con lo verde que un día llegó a ser su valle.
El opio de los pueblos que hoy se expande entre los españoles –lo decía con espíritu y tono proféticos Rafael Sanchez Ferlosio en El País de 1978– no es sino el narcisismo alternativo que el poder central fabricó cuando se dio cuenta de la inutilidad política del narcisismo nacional. El “España y yo somos así, señora”, el joseantoniano “ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”, el gol de Zarra contra Inglaterra en el mundial de Brasil… son manifestaciones de un narcisismo que había dejado de vender. Al percatarse de ello, Adolfo Suárez pensó que había que recomponer todo el juego de espejos rotos y producir reflejos diferentes para seguir manteniendo al pueblo encandilado con alguna identidad. De los vetustos baúles centralistas, el gestor de la Transición, en funciones de ama de llaves del añejo solar hispano, fue amorosamente rescatando los viejos trajes regionales, el de baturro, el de charro, el de flamenco, el de palles. Mira por donde ha ido a ser en los atuendos regionales donde se ha plasmado el nuevo traje del emperador que caminaba desnudo.
Hace unos años, contrariado por la complacencia e incluso la satisfacción con que la opinión pública asistía a la sacralización del terruño y la aldea, Julio Caro Baroja escribía:
Parece que la gente con el autonomismo siente una mayor impresión de libertad. Hablan de las libertades forales, de las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta impuesta por Felipe V…Sí, en efecto, con todas esas leyes en Navarra, en Aragón, en Cataluña serían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Renacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la de expresión, la de elección…, no sólo no lo eran sino que vivieron cientos de años con la Inquisición y no les importó. Así pues, este formalismo y las clamadas libertades colectivas no comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre de hoy, las individuales.
El triunfo de la servidumbre
Pensábamos que la sugestión folklórica de las autonomías iba a ceder a medida que los españoles se curaban el sarampión anticentralista fruto de la paranoia uniformadora del franquismo. Sin embargo, no ha sido así. El fetichismo de la identidad y la autenticidad, la neurosis de primitivismo y la rebusca de la diferencia han hecho crecer la marea regionalista hasta tal punto que amenaza con anegar todo principio de racionalidad política. Gobiernos locales de izquierdas y derechas han descubierto en el regionalismo un anzuelo barato que lanzar a los ríos electorales, e inmunes al ridículo han montado orgullosos los carnavales y bailes de disfraces de sus reinos de taifas, a los que se ha pretendido dotar de conciencia histórica.
“La posteridad no podrá creer que, después de que ya se hubiera hecho la luz, hayamos tenido que vivir de nuevo en medio de tan densa oscuridad.” La frase es de Sebastián Castellio, aquel humanista que protestó ante Calvino por la ejecución de Servet, pero resume a la perfección lo que, a caballo del nacionalismo étnico y los regionalismos ha ocurrido en España donde a la dictadura de un general le ha sucedido la tiranía de la barretina o la muñeira .Frente a la triste situación del régimen anterior, en la que lo cultural era esgrimido para justificar toda una gama de propuestas que iban de lo anacrónico a lo estrambótico, el concepto , en manos de los nacionalistas y sus imitadores, no ha sido aún recuperado para la lucidez y el bienestar intelectual, que en el siglo XXI aparecen connotados con sinónimos como toma de conciencia avanzada, contraste de ideas, integración de comunicación social y ausencia de particularismos.
Error de la Transición de Suárez, que luego nadie pondría empeño en reparar, fue entregar a las Comunidades Autónomas la palanca ideológica de la historia, renunciando el Estado al principal instrumento de nacionalización del imaginario y formación de ciudadanos. La indigencia del pensamiento político español de esos años, en torno al hecho nacional, tendría graves consecuencias pues se regaló el pasado a las Autonomías y éstas se lo quedaron. En manos regionales, un sistema educativo aparentemente neutro dejó de hacer ciudadanos españoles para hacer catalanes, vascos, andaluces, valencianos, gallegos… pero en ocasiones, a costa de convertir en antagónicas dichas identidades. Y siempre con la ayuda de una gigantesca manipulación de los libros de texto, a mayor gloria de la Consejería de Educación, encargada de supervisarlos. Los nacionalismos a pesar de su esencialismo tuvieron muy claro desde siempre que sus naciones no podían darse por sentado sino que habían de construirse. Recuérdense los constantes llamamientos de Jordi Pujol a “hacer Cataluña”, o los de Arzalluz: “primero hacer pueblo, luego la independencia”.
Se nos pasó la juventud y los años corriendo delante de los grises, imaginando una tierra sin mordazas ni ejecuciones sumarias. Con la muerte de Franco y la Transición ganábamos la libertad y heredábamos la burocracia criminal de ETA y todos los prejuicios identitarios del nacionalismo, dispuesto a acabar con la nación constitucional y a reavivar los renglones más tribales e inhumanos del siglo XX. Resulta desolador pensar que cuando por vez primera en siglos nos ha sido posible disfrutar de un sistema de libertades basado en la igualdad jurídica y en la ciudadanía es cuando más nos hemos volcado en la vindicación de lo primitivo, en la exaltación de un estado de naturaleza en el que se es lo que se es de nacimiento y para siempre, por pertenencia étnica y lingüística, por una especie de pureza ancestral siempre agraviada y, sin embargo, intacta, originada en un tiempo anterior a la historia. Nada más triste que tener que aguantar los esfuerzos por recuperar todo aquello que creíamos enterrado en el sepulcro del Cid: la pureza de sangre, raza, lengua y territorio, la superchería de las peculiaridades y los caracteres socioculturales privativos, la posibilidad de trazar fronteras entre españoles, de diferenciarnos según procedencia regional, de obligarnos a lealtades místicas, de inaugurar un régimen de servilismo, esta vez a supuestas identidades telúricas, cuando nos habíamos librado de otras servidumbres.
A finales del siglo XIX escribió Juan Valera: “A veces por defender la patria, hemos defendido el fanatismo”. En 1937, Manuel Azaña anotó en su diario: “Viviremos o nos enterrarán persuadidos de que nada de esto era lo que había de hacer”. Escribían, Valera y Azaña, desde desilusiones y tiempos separados. El primero escribía tras el colapso de esperanzas que se vivió en la Restauración; el segundo, desatada la barbarie unánime de la guerra civil, con la sospecha de que la sociedad española tal vez no estaba preparada para una trasformación como la intentada por su generación. Equivocadas o no, lo cierto es que en las palabras de ambos temblaba, de fondo, una preocupación en carne viva: que sin escrúpulo ético no existe política ni justicia dignas de tal nombre, que hay una última fibra donde reside el latido de la vida moral que no se puede sacrificar ni a la Patria, ni a la República, ni a la Revolución y esa fibra, esa última frontera, la componen la libertad y los derechos de la persona, la persona concreta, real, la persona con cara y ojos y frente y lengua.
Mientras al gobierno se le llena la boca proclamando su cruzada de defensa de las libertades, éstas se asfixian en las disposiciones de algunas comunidades autónomas que vulneran los derechos individuales cuando despliegan su vocación intervencionista para modelar la sociedad (también le llaman pueblo), eliminar las diferencias y, al mismo tiempo, las disidencias y construir su nación. Lamentablemente, durante los últimos años la debilidad del Estado ha dejado indefensos a millones de ciudadanos, residentes en Cataluña, País Vasco, Galicia, Baleares y Valencia permitiendo a sus autoridades regionales exhibir como “normalización” lingüística lo que, en realidad, es un deseo de homogeneización contraria al pluralismo social. El término contiene un elemento coactivo evidente: describe un proceso forzoso de planificación cultural implacable que moldea la realidad simulando querer dotarla de normalidad, pero reconociendo la inexistencia de esa misma normalidad en el conjunto de la sociedad, a la que se pueden aplicar las acciones punitivas y reglamentarias de la administración.
Los nacionalismos lingüísticos, cuyo idioma “nacional” es minoritario en los límites de lo que ellos consideran su propia nación recurren a una especie de interpretación justiciera de la historia: la lengua de la nación y, consiguientemente, la extensión de la nación misma, es la antigua lengua perdida. Interpretación singular, a modo de consigna, que, como recuerda Tomás Pérez Vejo, da origen a afirmaciones tan pintorescas como la de un manifiesto del PNV de 1992: “No entendemos al vasco que no ama su lengua, aun cuando la haya perdido”. Quizás la psiquiatría ofrezca alguna explicación de por qué alguien puede considerar su lengua, una lengua que no habla y que nunca ha hablado. De todas formas, esa sorprendente declaración del nacionalismo lingüístico supone una curiosa concepción organicista, en la que el derecho de los muertos prevalece sobre el de los vivos, el mismo que sustenta los pretendidos derechos históricos.
“Normalización”, es la terrible y amenazadora palabra empleada por los gestores de las comunidades bilingües que no consigue encubrir su decidida voluntad de que la lengua autóctona ocupe todos los ámbitos de la vida oficial y social de la región, relegando al castellano a un papel secundario de vehículo de comunicación con el resto de España y un nivel similar al que supone el inglés en las relaciones internacionales. Al normalizarse una lengua, se establece un proceso automático de exclusión de la otra. Quien habla la lengua normalizada se ve recompensado; quien no la usa habitualmente, se ve castigado, marginado. Por el contrario, la normalidad con la que muchos de los españoles de las comunidades catalogadas de bilingües –la vasca es monolingüe castellana en su gran mayoría– podían hablar cualquiera de sus dos idiomas ha sido cambiada violentamente por una situación en la que una lengua pasa a considerarse propia (incluso hablan ya de “lengua natural”, como si la otra fuera artificial) y dispone del privilegio de ser la de los medios institucionales y la enseñanza.
Esto se ha visto en la reciente Feria del Libro de Frankfurt: la cultura oficial catalana incluyó producciones subvencionadas que sólo habían sido sometidas al filtro de la lengua autóctona y no al de la calidad, ni al de las leyes del mercado. Y en cambio se dejó en casa a buena parte de la literatura de Cataluña escrita en español, inconcebible fuera del marco geográfico de ésta, como las novelas de Mendoza o Marsé o la poesía de Gil de Biedma. Luego…. los defensores de la normalización, al ser denunciadas las multas lingüísticas a los comercios o la imposibilidad de los padres de educar a sus hijos en el idioma común de los españoles, se revuelven vociferando que no hay guerra de lenguas en Cataluña. ¡Claro que no hay conflicto lingüístico en la sociedad catalana, que es mucho más sensata que sus dirigentes… y no lo hay, a pesar de las operaciones discriminatorias y la violación organizada de los derechos individuales que se perpetran desde el poder político!
Aberraciones lingüísticas
Los nacionalismos y asimilados siempre dan por hecho que su proyecto político, incluido el idioma, es un derecho irrenunciable, inalienable, imprescriptible… (Para su exaltación retórica, les gustan las palabras que comienzan por “in” y terminan por “ ble”… Sánchez Ferlosio dixit). No en vano la singularidad cultural, capaz de distinguir entre un “ellos” y un “nosotros”, tan del gusto de los nacionalistas y complementarios, ha encontrado la mejor recompensa en unos usos lingüísticos inmediatamente reconocibles y muy activos para generar sentimientos de solidaridad hacia dentro y disparidad hacia fuera. Además el mensaje de los “normalizadores” y comisarios lingüísticos aparece diáfano: hay una lengua inocente y otra culpable, una que fue oprimida y otra opresora, rivalidad radical que carga de agresividad y sobreexcitación ideológica cualquier debate sobre el bilingüismo. Porque en España hay varias lenguas pero, al parecer, sólo una mala: el español, el castellano. Ésta es la lengua en la que se escribió el último parte de la guerra civil, el fruto de una violencia antigua que comenzaría con Felipe V y llegaría hasta Franco. Plática para descerebrados … Una leyenda que ha servido para que aquiescentes, sumisos o acoquinados se traguen la manteca rancia de los nacionalismos, toda esa zarandaja poética sobre la lengua, el territorio, el pueblo…que si la cogiéramos y donde pone Cataluña, País Vasco, Galicia…escribiésemos España no habría razón ni estómago que la resistiera. “Abandonad ese léxico que viene de Castilla con sabor de moro, olor de sucio judío, de negro y de villano de esas tierras” ordenó, entre otras muchas barbaridades, Sabino Arana, el inventor del nacionalismo vasco.
Las lenguas tienen una finalidad utilitaria pues sirven fundamentalmente para comunicarse aunque, además, sean un innegable elemento de afirmación cultural, es decir, colectiva. Lejos de ser alma como les gusta decir a muchos poetas, la lengua es puente, mercado. En España esta obviedad no se entiende porque quién más quién menos se va adhiriendo al principio nacionalista, según el cual la lengua no la hablan los ciudadanos sino el territorio, al que además se le concede el derecho de hacerse con hablantes obligatorios. El drama de España es que se ha hecho de la lengua la base objetiva de un principio de adquisición de ciudadanía, de delimitación de pertenencia a una comunidad y en consecuencia de exclusión. Pionero en estas lides, el nacionalismo catalán que tiene ahora ardorosos imitadores en Galicia y Baleares, ha conseguido mermar la libertad mediante el descarado o sibilino, según los casos, control de los medios de comunicación y, rodeado de una oligarquía intelectual a la que premia con medallas y talones, ha conseguido que la cultura, abducida por el idioma, sufra en Cataluña un progresivo proceso centrípeto gravemente empobrecedor. De resultas de la política lingüística del catalanismo, la universidad pierde intercambios con otros centros españoles y extranjeros mientras a Barcelona le arrebata Madrid su corona como principal centro editor en lengua española.
En aras de la difusión del vascuence, del gallego o del catalán en sus distintas variantes se cometen verdaderos despropósitos y agresiones a la libertad de los ciudadanos, quemándose dinero de todos y las energías de muchos, pero la respuesta al continuo desatino es pequeña porque en ese ámbito no valen razonamientos, dada la visceralidad y emociones que rodean su aprendizaje e implantación. Las cruzadas lingüísticas de los nacionalistas arrasan con los presupuestos. La Generalitat catalana invertirá este año en Política Lingüística 42 millones de euros, el doble que en 2007, mientras que Baleares gastará más de seis y la Xunta gallega alrededor de 23. Dinero público para que no se hable en castellano. Es un ámbito, el lingüístico, donde la libertad individual y la igualdad jurídica tranquilamente se sacrifican a la difusión del idioma, revestido de altísima significación patriótica. No obstante, distintas plataformas cívicas que se mueven entre la clandestinidad y el heroísmo en el País Vasco, Cataluña, Galicia y Baleares mantienen viva la llama de la libertad lingüística en unos territorios donde la democracia y la razón se pervierten a golpe de anacronismo e ilegalidad. Por desgracia éste es el ecosistema cultural en el que transitan muchos españoles. O escriben en una lengua “normalizada” o deben renunciar a los honores. O comparten una lealtad telúrica o quedan desposeídos de sus propias raíces. Y todo ello en medio de un comportamiento ciudadano sumiso y aturdido.
Entre los instrumentos de acomodación de una sociedad a un régimen o entidad política suelen destacarse el interés, la ignorancia y el miedo. Los tres mecanismos han jugado a favor del modelo nacionalista y de las excentricidades lingüísticas. Pero no sólo en el País Vasco, donde la producción del miedo es la principal actividad de esa denominada izquierda abertzale, el frente político de ETA, que ofrece ruedas de prensa y amenaza, sector, por sector, a profesores, periodistas, jueces, concejales. Y de vez en cuando ETA asesina a alguien para dejar claro que la amenaza puede cumplirse. Afirmaciones y ejecutorias del nacionalismo, también en Cataluña y Galicia, que ellas solas servirían para definir el intervencionismo sobrepasado de un gobierno o su carácter totalitario apenas si producen escándalo. Y no lo producen porque el miedo, la coacción, la pusilanimidad o el fanatismo han llegado a sofocar cualquier percepción crítica de lo que realmente está pasando. Tantos años de violencia lingüística e imposición del imaginario regionalista han embotado la sensibilidad de muchos ciudadanos, incapaces de advertir el carácter profundamente antidemocrático de no pocas políticas de implantación del idioma, al margen de lo que realmente se habla. Ciudadanos voluntaristas que han decidido –sea cual fuere su conocimiento del idioma– que el vascuence, el catalán o el gallego es su lengua y que en ese terreno todo vale, incluso la intromisión de los poderes públicos en los usos privados.
La conservación lingüística se impone como una prestación personal, como un gozoso sacrificio que los nacionalistas exigen sin discusión ante el altar de la patria naciente, por lo que cualquier aberración o despilfarro en sus medios de fomento – y los ha habido muchos y variados en estos años – está justificado. El empleo de la lengua y de esa parte de la cultura, considerada vasca, catalana o gallega, para mercadear un trato singular de la administración central, reporta a los nacionalistas una ventaja añadida: permite reclutar una burocracia agradecida de profesores y filólogos –muchos líderes, consejeros de la Generalitat o la Xunta de Galicia y militantes de ERC y BNG lo son– y traductores propagandistas, instalados en el escalafón funcionarial, que viven del presupuesto público y cuyo porvenir profesional se vincula indefectiblemente al triunfo del nacionalismo y de las políticas de “normalización”. Las cuantiosas sumas empleadas en éstas dan para mantener una abundante clientela adicta al régimen que acude presurosa en su defensa cuando llegan las elecciones.
Hasta hace poco, las noticias de las atrocidades lingüísticas y de los atentados contra los derechos de los castellanoparlantes llegaban, fundamentalmente del País Vasco y Cataluña pero desde el cambio de gobierno en Galicia y Baleares estas comunidades se han incorporado al aquelarre. Ya no podrá hablase en Galicia de la paz de los cementerios, ya que, a juicio de Lobeira, diputado nacionalista del parlamento autonómico, reflejan la existencia en la Comunidad de un «conflicto lingüístico» por la presencia masiva de lápidas y epitafios en castellano. “Ni vivos ni muertos nos respetan el derecho democrático a usar nuestra lengua”, proclamó ese prohombre de los derechos lingüísticos, que pidió salvaguardar el gallego en las tumbas para que en caso de apocalipsis nuclear la civilización superviviente viese que la lengua de los juglares Xoan Zorro, Meendiño o Martín Codax y la empleada también por Alfonso X, el Sabio en sus composiciones poéticas (estas referencias históricas no pertenecen a su discurso) era una realidad social. En su estrategia de inmersión lingüística exigió también que los fabricantes de muñecas y videojuegos les hicieran hablar en gallego y que los rostros conocidos y los dirigentes políticos galleguizaran nombres y apellidos para dar ejemplo de amor a la lengua. En el verano de 2006 Galicia sufrió una de las más destructivas olas de incendios de su historia reciente. Los efectos devastadores del fuego sensibilizaron entonces a una parte de la opinión pública que airearon la exigencia de la Xunta –tras la formación del bipartito de socialistas y galleguistas– de acreditar con un título el dominio del gallego para poder ejercer como bombero.
A situación parecida de agresión a la lengua común de los españoles se ha llegado en Baleares sin haber gobernado jamás los nacionalistas, que sólo tienen un diez por ciento de respaldo electoral. La Ley de Normalización Lingüística de 1986 así como el Decreto de uso de la lengua catalana en los centros educativos no universitarios fueron aprobadas por gobiernos del Partido Popular de Baleares. El PSOE, en coalición con cinco pequeños partidos, no ha tenido necesidad de aprobar ninguna ley nueva, simplemente está interpretando y desarrollando al máximo las ya aprobadas por el PP. En abril de este año el Gobierno balear lanzó una agresiva campaña destinada a sustituir el bilingüismo en las islas por un predominio absoluto del catalán, en detrimento del castellano, idioma que –no se disimula– debe quedar subordinado a un papel completamente secundario. Y lo que, en pleno siglo XXI después de un largo itinerario de asunción de los derechos individuales, resulta aún más sobrecogedor de la campaña es que reglamentara la libertad de utilizar el idioma que se prefiera “en el ámbito personal e informal”.
Manuel Azaña pensaba que los únicos hombres firmes en sus deberes son los que no ceden en sus derechos. Con mayor razón, tampoco podemos nosotros ceder nada en nuestros derechos lingüísticos frente a quien considera más importante el color de una bandera, hecha de nacionalismo cultural y manipulación política, que el color de la ciudadanía. Se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo, dejó escrito Abraham Lincoln. Mi optimismo ante el pasaje futuro de las lenguas España arranca de la convicción de uno de los fundadores de la democracia, aplicado ahora a una práctica política de chantajes identitarios, que juega con las cartas marcadas. En nuestro paraíso políglota, es de esperar que, con el tiempo y los golpes, los españoles saquemos alguna lección del cuento de Saroyan, de su protagonista, un asirio, que en inglés, en una barbería de San Francisco, dice que nació en la madre patria pero que quiere olvidarlo, como quiere olvidar aquella lengua, porque de nada sirve engañarse, porque los asirios son un tema de historia antigua, porque una vez, sí, fueron un pueblo importante, pero eso había sido ayer, anteayer y no tenía ningún sentido lamentarse. En su voz no habla la liviandad romántica, ni el anacronismo, habla la historia y el sentido común. “¿Por qué –dice– debería aprender a leer nuestra lengua? No tenemos escritores, ni noticias”.
(Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto)
Fernando García de Cortázar, El Noticiero de las Ideas, 6/2008