Jorge Coronado-El Español
  • Han pasado los años, pero la fauna ha cambiado menos de lo que parece. Los fachas de ahora se visten distinto, manejan redes sociales, hablan de globalismo y de ideología de género, pero el fondo es parecido.

Tendría unos diez años y ya iba solo al colegio.

Cerca de mi casa vivía mi amigo Diego. Bajábamos juntos cada mañana con la mochila a la espalda y esa mezcla de sueño y rutina que tienen los niños que aún no saben que el mundo está mal hecho.

En una de aquellas puertas del barrio vivía un vecino viejo, descompuesto por dentro y por fuera, al que le encantaba insultarnos cada vez que pasábamos haciendo el ruido normal de dos críos. Nos gritaba «rojos» y «maricones» con la misma naturalidad con la que otros saludan con un buenos días.

Nunca supe qué demonios veía en dos niños con cuadernos y bocadillo para merecer semejante bilis, pero aquella escena quedó clavada en la memoria.

La repetición de los hechos terminó convirtiéndose casi en un juego. Aquel hombre arrugado, con sus maneras sevillanas de otro siglo, quedó bautizado para siempre como «el facha».

¿Qué era un facha entonces, en aquella época ingenua?

Una caricatura de patriota, alguien que decía amar a España de una forma tan ilógica que acababa odiando a media España real.

Un cóctel de racismo y aporofobia contra los tiesos, los inmigrantes y los pobres de todas las procedencias, porque muchos de los que despreciaba eran tan españoles y miserables como él.

Una falta de respeto constante hacia los homosexuales, aunque no pocos de esos fachas parecían homosexuales reprimidos, con una doble vida perfectamente compatible con su homofobia de barra de bar.

Algunos de esos fachas gais, cosas de este país, tenían cargo, despacho y estaban afiliados al partido que en 2005 votó en contra del matrimonio igualitario en España.

En Sevilla, su indumentaria muchas veces era indistinguible de la de cierto sevillanito del PSOE trajeado para feria, aunque los más extremistas preferían un aire más marcial, como si esperaran la ofensiva final de los bolcheviques dispuestos a conquistar el barrio de Los Remedios.

Ay, los bolcheviques. Qué gran comodín para justificar cualquier miedo y cualquier estupidez.

Han pasado los años y, sin embargo, la fauna ha cambiado menos de lo que parece. Los fachas de ahora se visten distinto, manejan redes sociales, hablan de globalismo y de ideología de género, pero el fondo es parecido.

«Hoy vemos a muchos hombres jóvenes (y algunas mujeres) vestidos de negro, jugando a la épica de tercera división, exhibiendo símbolos con esvásticas reinterpretadas bajo un barniz cristiano y racista»

La ironía es que muchos de ellos se han dejado influenciar precisamente por aquellos bolcheviques a los que tanto temían.

Porque, a la hora de la verdad, lo único que importa es el poder. Y les da igual que venga de un oligarca ruso, de un empresario americano, de un rico panchito, de un sultán turco o de un jeque catarí.

El dinero y la influencia no tienen patria, ni ideología. Tienen cuenta bancaria y pasaporte diplomático.

Hoy vemos a muchos hombres jóvenes (y algunas mujeres) vestidos de negro, jugando a la épica de tercera división, exhibiendo símbolos con esvásticas reinterpretadas bajo un barniz cristiano y racista, agrupados en cosas como Hogar Social, Frente Obrero y otras organizaciones que se anuncian de izquierdas o de derechas según sople el viento.

Leninistas que parecen fachas. Fachas que se disfrazan de leninistas.

Rojos más fachas que nunca o fachas más rojos que nunca.

La etiqueta es lo de menos.

Lo que sí está claro es que no estamos ante nada nuevo. Ya tenemos precedentes.

En Cataluña, por ejemplo, el Parlamento Europeo aprobó en febrero de 2024 una resolución mostrando «profunda preocupación por las masivas campañas de desinformación que Rusia ha llevado a cabo en Cataluña, así como por los supuestos contactos entre agentes responsables de la interferencia rusa y el movimiento independentista».

Investigaciones de 2022 sacaron a la luz que Nikolau Sadovnikov, diplomático ruso, se reunió con Carles Puigdemont en 2017 ofreciendo apoyo económico y militar a cambio de que una Cataluña independiente adoptara políticas favorables a Moscú: tolerancia con las criptomonedas, silencio ante violaciones de derechos humanos y otras gangas de manual.

Aquel mismo año, el Gobierno español reconoció que aproximadamente el 50% de las cuentas desinformativas en redes vinculadas al referéndum catalán procedían de territorio ruso, y un 30% de Venezuela. Perfiles falsos diseñados para amplificar mensajes, fabricar agravios y multiplicar el ruido.

En Cataluña ya tenemos, negro sobre blanco, un laboratorio de desinformación y manipulación de masas abonado desde Rusia. Y España entera ha sido objetivo simultáneo de esa injerencia, sin que al Kremlin le importara demasiado el éxito ideológico de unos u otros.

Lo único relevante era el caos, la fragmentación, la bronca perpetua.

Propaganda dirigida a nacionalistas y fachas, a nacionalistas y rojos. A todo aquel dispuesto a creer cualquier cosa que confirmara sus prejuicios.

En ese caldo turbio se mueve Hogar Social, fundado en 2014 e inspirado sin pudor en Casa Pound (Italia) y Amanecer Dorado (Grecia).

Gimnasios convertidos en cuarteles ideológicos, vandalismo selectivo, machismo envuelto en un clasismo retrógrado, ocupación de inmuebles, reparto de alimentos «sólo para españoles», retórica nacional-revolucionaria que pretende fusionar socialismo con nacionalismo, como si reinventaran la rueda.

Es nazismo con léxico obrerista, extrema derecha con tácticas de extrema izquierda: okupaciones, activismo de barrio, discurso de «justicia social para el pueblo español» y una supuesta oposición al capitalismo multinacional… siempre y cuando ese capitalismo no lleve la bandera adecuada o no financie a los suyos.

Y, sin embargo, lo que más me ha dejado perplejo últimamente no son esos grupúsculos, sino la exhibición oficial de datos que se nos viene encima. El País Vasco, y pronto Cataluña, serán las primeras comunidades en exponer las estadísticas de nacionalidad de las personas detenidas.

La pregunta no es qué se va a publicar, sino con qué propósito.

El objetivo canta solo, no hace falta ser un lince para verlo.

Mientras tanto, el discurso oficial, desde el Ministerio del Interior hasta buena parte de la prensa cercana al PSOE, insiste en que no hay un incremento notable de la delincuencia, ni mucho menos un vínculo con la inmigración ilegal.

«Esto no es una invitación a perseguir pateras ni a comprar el discurso simplón de Vox. Es, más bien, una llamada a la reflexión»

Sin embargo, basta con pasar tres horas al día en la calle de cualquiera de nuestras ciudades para notar que algo chirría. Las estadísticas pueden maquillarse, interpretarse, sesgarse según convenga.

La experiencia empírica de la gente corriente, no tanto.

Es más difícil engañar al vecino que baja a comprar pan que a un boletín estadístico.

Y aquí conviene aclarar algo. Esto no es una invitación a perseguir pateras ni a comprar el discurso simplón de Vox. Es, más bien, una llamada a la reflexión. O ponemos soluciones pragmáticas que ayuden de verdad a quienes llegan, y que al mismo tiempo prevengan agresiones, robos y violencia, o el espacio será ocupado por los que viven de explotar el miedo.

Y surge la otra pregunta. ¿Cómo es posible que las dos comunidades más «rojas» y nacionalistas sean las primeras en abrir esta ventana de datos?

¿Cómo es posible que Andalucía, por historia, por geografía y por siglos de frontera, no haya sido pionera en eso mismo?

Quizá porque en Sevilla todavía pervive una cultura tan vieja y tan pagada de sí misma que no tolera, ni siquiera como camarero, a un hombre negro atendiendo mesas sin que alguien le grite que se vaya a su país.

Eso lo he visto yo. No me lo han contado. Lo viví en carne propia en un bar que tuve.

Más sangrante aún. No era un inmigrante. Ni siquiera un «recién llegado». Era un amigo mío, moreno, con rastas, sevillano de pura cepa.

Le gritaban que se duchara (por las rastas) y que se largara a su país en un bar de la calle Niebla, en Los Remedios. Ese mismo barrio que, según algunos, iban a asaltar los bolcheviques.

Con este paisaje, no sería tan raro que dentro de poco veamos bolcheviques luciendo esvásticas y fachas vestidos de militar desfilando muy dignos en las cabalgatas del orgullo gay.

España tiene esa habilidad casi literaria para mezclar símbolos incompatibles, ponerlos de faralaes y llevarlos de procesión.

Y mientras tanto, los de siempre, los Diego de diez años camino del colegio, seguimos cruzando el portal donde nos insulta algún viejo facha, preguntándonos en qué momento decidimos repetir la Historia en vez de aprender de ella.

*** Jorge Coronado es perito informático.