Leonardo da Vinci le bajó las bragas y…

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • El abuso de Leonardo, trágico caso de explotación que desató una pandemia cultural hace décadas, sigue ahí, lesionando intelectos

Como si se tratara de una cebolla del mal –artefacto mitológico cuya existencia hasta hoy no me consta–, el título de esta página está fabricado con varias capas de indecencia. Ninguna de ellas atañe a la falta de recato. La pudibundez ya no existe salvo en algunos conventos ateístas y virtuales de la ultraizquierda. Hay pocos pero son muy influyentes en la burbuja. Vean que la censura sobre el arte del desnudo se impone en el buscador Google, por ejemplo, donde no encontrarán la imagen del cuadro decimonónico ‘El origen del mundo’ –por ir al ejemplo más manido, pero también más claro– salvo a una distancia suficiente para borrarla. Borrar la vagina. Hasta como metáfora es demasiado obvia si pensamos en la principal fijación del nuevo feminismo: lograr que la mujer no exista, que no pueda ser definida. Pero insisto, el título no apunta a nada relacionado con el sexo sino a indecencias. Por capas. Todas remiten en último término a la cultura contemporánea, al entretenimiento, a la educación, al nuevo analfabetismo con bibliotequita, a las adicciones, a la docilidad, al individuo sin responsabilidad y aun al voto. O sea, que el asunto merecería libro, pero ahora mismo no me coge bien. Tomemos pues las pinzas y conformémonos con analizar las dos primeras capas.

Leonardo da Vinci le bajó las bragas y… el lector digital cliqueó de inmediato en el enlace. Es el fenómeno de la carnada digital, ampliamente conocido por todos los medios de comunicación digitales o con extensión digital. Es decir, prácticamente todos. También lo conocen los lectores, incluidos los que muerden cada vez. Toca a una fuente de ingresos que, frente a la publicidad convencional, posee una particularidad impagable (es decir, justa y exactamente pagable): los clics se contabilizan con indiscutible precisión. En el caso que nos ocupa, hay un montón de carnaza. ¡Lupa! La más gorda es el pronombre personal ‘le’. A alguien le bajan las bragas. Presuponemos que se trata de una mujer por la principal acepción actual del sustantivo. Ahí actúa, a poquísimas lecturas que subyazcan, una leve tensión intelectual, una curiosidad relacionada con lo que hoy llamaríamos la orientación sexual del genio florentino: con algo más de información, sospecharemos que Leonardo le baja el calzón a un tío. Un laísmo a tiempo lo habría impedido: «la mandaba un ramito de violetas». La carnaza segunda, tan tentadora, está en el verbo «bajó». Porque si en el titulo el pobre Leonardo (el nombre propio más explotado de la selva editorial mundial) solo viera unas bragas, ¿dónde está la gracia? Otra cosa sería una imagen. Imposible no pensar en otro cuadro maldito del neopuritanismo: ‘Thérèse soñando’, de Balthus (1938). Los tristes triunfos de la nueva pacatería no se circunscriben a intentos (a menudo exitosos, como hemos visto en Google) de censura. Se prolongan, se extienden, se difunden como la peste en forma de reinterpretación ideológica presentista, y llegan a acogotar al mismísimo Museo del Prado desde que un colaborador de El País e historiador del arte anunció que la gloriosa casa estaba llena de violaciones. Tercera carnaza, las bragas, claro. Cuarta carnaza, Leonardo. O mejor dicho, el abuso de Leonardo, trágico caso de explotación que desató una pandemia cultural hace décadas y que sigue ahí, matando y lesionando intelectos, sellando bagajes culturales y convenciendo a millones de seres de que saben historia medieval porque leyeron a Ken Follet, música barroca o así porque leyeron a Katherine Neville, e historia sagrada –la de verdad, codazo, codazo, no esas mentiras que nos cuentan, ya tú sabes– porque leyeron a Dan Brown. Y así sucesivamente. Pero lo de Leonardo es sangrante. Como no deseo deprimirles, proceda el valiente a explorar la red por sí, la producción editorial, el jugo que le han sacado al pobre, cuya memoria no se ha librado de la autoayuda ni de los libros de empresa.

Leonardo da Vinci le bajó las bragas y… nos espantó el bajo concepto en que se puede tener un escritor cuando se desespera y quiere royalties al coste que sea. A dentelladas. La novela histórica no es buena ni mala. Solo es un género. Hay novelas que son buenas y resultan ser históricas. Normalmente son antiguas, así que son doblemente históricas. Marguerite Yourcenar se puso a narrar a principios de los cincuenta asumiendo la voz de Adriano, y Vintil Horia hizo lo propio a finales de la misma década con la voz de Ovidio (Dios ha nacido en el exilio). Dos obras mayúsculas. Con ‘El nombre de la rosa’ llegó la catástrofe. Umberto Eco era muy cuco –en el sentido que usaba Pla para Espriu– y poseía una cultura desbordante. El prurito le llevó a publicar cinco años después sus ‘Apostillas’ a ‘El nombre de la rosa’ «para evitar preguntas» sobre su ‘best seller’. En realidad justificaba errores. Otro no se habría molestado. El título de esta página operaría como inicio de una novela. Una intolerable. Como título, no. Ahí debería estar da Vinci, por supuesto, pero los títulos perfectos, los que no solo sugieren mundos sino que te atrapan, al punto que te tienes que comprar el libro inmediatamente, son extraordinariamente difíciles de hallar. Para mí, el mejor título jamás ideado es ‘Si una noche de invierno un viajero’, de Italo Calvino. Encima es una novela metaliteraria: además de perfecto, el título está lleno de sentido. De sentidos. Qué delicia. Saboreen el original, aún más hipnótico, más apremiante para el adicto a las historias porque a la fascinación semántica suma los milagros inagotables del endecasílabo: ‘Se una notte d’inverno un viaggiatore’.