IGNACIO CAMACHO-ABC  

El desvarío rupturista no disuade a un sector social enfermo de agravio, envuelto en una burbuja emocional mitológica

UNA amplia mayoría de catalanes, entre el 60 y el 70 por ciento según la media de las encuestas, piensa que la declaración de independencia fue una barbaridad o una chapuza que ha perjudicado la economía de Cataluña. Este último punto no admite discusión objetiva: ha aumentado el desempleo, descendido la recaudación comercial y turística, tres mil empresas se han ido y los bancos han perdido nueve mil millones en depósitos. Pero más de un 70 por ciento considera que ese quebranto no influirá sobre su voto, y casi la mitad se declara dispuesta a respaldar de nuevo a los partidos separatistas que han causado el destrozo. Cero propósito de enmienda; hay una sociedad enferma de agravio, envuelta en la burbuja emocional de un sueño mitológico. La mayoría rechaza la aplicación del 155 –es decir, la restauración de la legalidad– tras afirmar que los independentistas, en su fuga hacia ninguna parte, se volvieron locos. Se trata de un caso de patología social, un paradigma de desvarío obstinado y contradictorio que deberían estudiar los psicosociólogos. 

Este voto visceral no es patrimonio exclusivo del nacionalismo. Constituye una expresión terca de ofuscación sentimental que determina las decisiones políticas desde un prisma emotivo. Estos días se sienta en el banquillo la antigua cúpula socialista andaluza, presunta responsable de un monumental fraude que, pese a causar hondo repudio en la opinión pública, no ha bastado para apear del poder a su partido. Gil obtuvo en Marbella tres arrasadoras victorias consecutivas cuando su cleptocracia era un fenómeno perfectamente conocido. Y el propio PP, aun castigado con severidad en las urnas, sigue en el Gobierno tras la cascada de escándalos que en una democracia de estándar europeo hubiese triturado sus expectativas de continuismo. La razón es que, por muchas evidencias que se acumulen, el elector convencido decide por razones meramente grupales, que tienen que ver con su sentido de pertenencia a una tribu. Ese impulso gregario diluye toda objeción y le lleva a absolver políticamente incluso a quienes le han causado un perjuicio objetivo. Disfraza de ideología lo que no es más que pura parcialidad, mero corporativismo: la distinción primaria, elemental, pasional, entre amigos y enemigos. Los otros y los míos. 

En Cataluña funciona además un eficaz mecanismo de ensimismamiento. Décadas de pedagogía supremacista intensiva han generado una emocionalidad blindada, una exaltación autocomplaciente de supuesta superioridad colectiva inmune a toda clase de errores o defectos. El nacionalismo tiene impunidad porque representa lo propio, la catalanidad genuina frente a la agresión de un elemento externo, y todos sus disparates gozan de bula en un amplio segmento de ciudadanos aferrados a una creencia victimista invulnerable al razonamiento. El fracaso no sólo no les disuade: les gusta. No hay remedio.