ABC 18/09/14
IGNACIO CAMACHO
· La suspensión de la autonomía es una leyenda urbana, un bulo político agitado para excitar el imaginario victimista
TANQUES en la Plaza de Cataluña, tricornios lorquianos en la Rambla, legionarios despechugados por la Diagonal: el imaginario victimista del nacionalismo se excita con la ensoñación iconográfica de una toma militar, de una suerte de golpe armado, de un Tiannanmen mediterráneo ante el que oponer pacíficas masas con las manos en alto. La mitología emocional del pueblo cautivo necesita completarse con la amenaza latente de una invasión españolista. La hegemonía discursiva del soberanismo ha logrado componer un marco mental en el que la simple evocación de la obediencia a la ley sugiere un escenario de represión y violencia. Es su gran éxito: crear un estado de opinión pública que contrapone los conceptos de legalidad (española) y democracia.
Esa virtual guerra de Troya, como la de Giradoux, no tendrá lugar ni siquiera en su versión deconstruida. La suspensión de la autonomía es una suerte de leyenda urbana, de bulo político aireado para agitar el eficaz espantajo del Estado opresor. El famoso artículo 155 de la Constitución no contiene en sus dos breves y ambiguos apartados ninguna alusión a procedimientos de fuerza ni a estados de sitio. Se trata solo de una disposición, de corte federalizante, que garantiza ante casos de desobediencia la supremacía de las leyes estatales. El Gobierno, previa autorización por mayoría absoluta del Senado, puede ejercer de jerarquía superior ante las instituciones autonómicas para asegurar la observancia legal en un supuesto grave y explícito de desacato. Ya lo ha hecho alguna vez –el ministro Borrell en un conflicto menor sobre el régimen fiscal de Canarias– y lo aplica de facto en la supervisión de los déficits territoriales. Si la Generalitat decidiese celebrar un referéndum prohibido por el Tribunal Constitucional, el Estado lo impediría mediante un simple despacho. No con la Guardia Civil ni con el Ejército: con los mossos d´esquadra, en su condición de policía judicial y de funcionarios públicos obligados a aplicar el ordenamiento jurídico.
Los tanques los mandó a Barcelona –año 34, Alcalá Zamora, Lerroux, el general Batet– la por algunos añorada Segunda República. La insurrección de Companys duró unas horas y costó unas decenas de muertos. Quizá el victimismo secesionista sienta nostalgia histórica de aquellas emociones fuertes, pero no las habrá por más que muchos las quieran entrever en las palabras mal medidas del locuaz ministro Margallo. El Estado democrático del siglo XXI no necesita más que la fuerza tranquila. Los agitadores de demonios tendrán que conformarse con un expediente mucho más prosaico, casi una diligencia administrativa.
Las cosas de la denostada Transición no estaban tan mal pensadas. A diferencia de los actuales aprendices de brujo aficionados al adanismo político, aquellos fundadores constitucionales sí le tenían respeto a la Historia y sabían cómo hacer para no repetirla.