JON JUARISTI-ABC
- La idea trágica de libertad que nos legó Isaiah Berlin (1909-1997) constituye una de las pocas armas eficaces contra las tiranías de nuestro tiempo
Tal día como hoy, hace veinticinco años y a sus 88, el 5 de noviembre de 1997, murió en Oxford sir Isaiah Berlin, uno de los grandes pensadores liberales del pasado siglo. Si él hubiera tenido que definirse, lo habría hecho, en primer lugar y ante todo, como un historiador de las ideas. Pero no habría rechazado el marbete de pensador (‘thinker’). Pensadores (y no siempre filósofos) habían sido aquellos de los que escribió excelentes semblanzas intelectuales: los precursores e impulsores de la contrailustración como Vico, Herder y Hamann; los ‘pensadores rusos’ (Herzen, Turgueniev, Bakunin, Belinski, Tolstoi) y los que calificó de ‘enemigos de la libertad humana’ (Helvetius, Rousseau, Fichte, De Maistre, Hegel y Saint Simon). A los que habría que añadir su temprana biografía de Marx, escrita en la treintena.
Como puede advertirse en esta lista, a Isaiah Berlin no le interesaron tanto las vidas de los ilustrados liberales como las de los contrailustrados, que son en ella mayoría (se exceptúan los contados retratos de contemporáneos que trazó en el género convencional de la laudatio académica). Porque para Berlin la libertad no necesitaba ser teorizada. Sin embargo, escribió sobre ella un texto que es todavía canónico (‘Cuatro ensayos sobre la libertad’), pero la entendió mejor en el comportamiento de resistentes al totalitarismo que pudo conocer directamente, como la poetisa rusa Anna Ajmátova, que en tratados filosóficos o doctrinarios.
A Berlin se le debe la formulación del ‘liberalismo trágico’ como opción pasional en todo individuo que escoge la libertad en detrimento de otros valores asimismo legítimos, pero incompatibles con ella, como la igualdad. Las sociedades que persiguen la igualdad y la nivelación como valor prioritario no tardan mucho en destruir la libertad en todas sus formas, incluidas la libertad de expresión y la de pensamiento, que vienen a ser lo mismo. Como la (com)pasión intraespecífica por los que sufren, la pasión por la libertad es prerreflexiva y espontánea en nuestra especie e incluso en otras, pero, como advertía Berlin, en la nuestra puede ser suprimida o amputada mediante la ideología.
Diez años después de la muerte de Berlin, Enrique Krauze se preguntaba qué ideas cabría desprender de su obra para ayudarnos «a disipar las nubes que oscurecen nuestro tiempo». Hoy, en plena tempestad, la idea trágica de la libertad que nos legó Berlin –un judío nacido en Letonia bajo el zarismo, cuyos padres prefirieron la democracia liberal a la revolución soviética y huyeron, en consecuencia, hacia las desigualdades occidentales–, esa idea prerracional, paradójica e indisolublemente unida a la necesidad racional y ética de elegir, es, sin duda, una de las pocas armas verdaderamente eficaces de las que dispone aún el espíritu humano.