Aurora Nacarino-Brabo-EL ESPAÑOL
“Una falsa libertad lleva a un libertinaje”. Lo decía mucho Franco, pero esta vez lo ha dicho la socialista Mercedes González, delegada del Gobierno en Madrid. Alguna izquierda está tan obsesionada con Franco que ha acabado hablando igual que él. Nunca me había tomado demasiado en serio lo del franquismo sociológico, pero igual va a ser verdad.
Durante el fin de semana, cientos de chavales y no tan chavales salieron a festejar el fin del estado de alarma. No hace falta aplaudir los excesos que se cometieron en esas quedadas para alegrarse de que la ciudadanía estime sus derechos fundamentales. Porque lo que se celebraba era eso: la recuperación de libertades largamente suspendidas por la pandemia.
Hace un año, no estaba tan claro que los occidentales fuéramos conscientes de su valor. Entonces, los analistas admiraban la diligencia china para combatir el virus. Control de movimientos de cientos de millones de personas, rastreos masivos o severos, pero disciplinados confinamientos, permitieron a las autoridades del país asiático reducir drásticamente los contagios cuando lo peor se cernía sobre Europa.
Aquella exhibición ejecutiva era posible por la ausencia de los contrapesos jurídicos que en las democracias liberales ralentizaban y limitaban la capacidad de respuesta de las instituciones.
Mientras tanto, en España reinaba el caos. Las directrices del Gobierno eran dubitativas, cuando no contradictorias, y llegaban siempre demasiado tarde.
Algunas no han llegado nunca. Ayer, alguien comentaba en Twitter que tenía las manos irritadas de aplicarse gel hidroalcohólico con furor, a pesar de que su recomendación cayó hace tiempo en el desprestigio científico.
Mis vecinos de abajo continúan dejando los zapatos de toda la familia en el felpudo de su casa, para que la Covid-19 no pueda traspasar el umbral prendida de sus suelas. En el fondo es un ritual milenario. A falta de certezas, seguimos colocando ídolos o poniendo señales en las puertas para ahuyentar a los malos espíritus.
El miedo y el desconcierto alentaron hace un año la tentación autoritaria. Pero enseguida se fue fraguando también la protesta de quienes encontraban excesivas e insoportables las restricciones. Esas dos pulsiones, la de libertad y la de seguridad, han convivido desde entonces en el seno de la sociedad, y no pocos de los que se ubican hoy en cada uno de estos grupos militaban en el opuesto hacia marzo de 2020.
Los mismos que hoy juzgan de irresponsables a quienes, tras un año de fatiga pandémica, estallan de alegría por la autonomía recuperada, quitaban importancia al virus, y llamaban al abrazo y la aglomeración, hace algo más de un año. De igual modo, muchos alertadores tempranos se han acabado afiliando a la transgresión y la rebeldía.
Y hay razones para la indulgencia con unos y otros. Hay a quien la realidad pasó por encima como un tráiler y cambió de opinión a fuerza del terror estadístico o el dolor cercano.
Hay quien hizo un gran sacrificio de aislamiento que no tuvo recompensa, y aún llora a alguien querido de quien no se pudo despedir. Hay quien añora a su familia o a sus amigos y acumula meses de soledad y tristeza.
Detrás de cada actitud ante las restricciones hay una vivencia personal. Sin embargo, sabemos que las posturas sobre la gestión de la pandemia tienden a alinearse con las preferencias políticas de cada uno. Ni siquiera los virus escapan a la polarización. La tensión entre libertad y seguridad ha marcado nuestra vida en el último año, especialmente desde que se hizo evidente que no se podía vivir en el encierro permanente y que la vacunación tardaría en completarse.
A ello hay que añadir el papel del Gobierno en la gestión de la pandemia. Más bien, un papelón. Durante el mando único, la rendición de cuentas se delegó en un técnico que atribuyó todas las decisiones políticas al dictamen de la ciencia.
Después, el presidente decidió traspasar el marrón a las autonomías para evitar su desgaste, pero le salió el tiro por la culata: el éxito arrollador de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones madrileñas debe leerse como un voto de censura a la gestión pandémica de Pedro Sánchez.
Ahora que acaba el estado de alarma, el presidente ha desaparecido y algunos reclaman leyes ad hoc que habiliten a los poderes regionales para tomar las decisiones de las que Sánchez ha dimitido. Pero se equivocan.
Normalizar la suspensión de derechos fundamentales en legislaciones ordinarias y no de excepción supondría un grave retroceso constitucional. No se trata de aprobar a toda prisa normas que eludan aquello que por su naturaleza es extraordinario. Lo que hay que exigir es que el presidente haga aquello para lo que los españoles le eligieron: gobernar y rendir cuentas.
Mientras tanto, los españoles seguirán celebrando sus libertades reconquistadas. Habrá júbilo contenido y prudente, y habrá también excesos lamentables y algunos irresponsables.
Vamos, lo normal en una democracia liberal.