Libres

Es un momento de alegría por Vilalta y Pascual, por sus familias y sus compañeros de aventura solidaria, pero no de celebraciones. No es un final feliz. Se equivocaría el gobierno si festejase el desenlace como una victoria. Se trata de una claudicación. Con cada transacción de esta naturaleza se nos va un pedazo de la superioridad del estado de derecho sobre el estado de naturaleza.

Albert Vilalta y Roque Pascual vuelven a ser unos hombres libres y sólo un desalmado puede no alegrarse del fin de su cautiverio. Pero el resto de los ciudadanos, ¿somos hoy más libres que ayer? Cualquier otro gobierno habría actuado como lo ha hecho éste y habría resuelto el endiablado dilema que se le presentaba, del mismo modo ha ocurrido en otros tiempos y en otros lugares, en favor de la obligación moral de devolver la libertad a dos de sus ciudadanos lo antes posible y en las mejores condiciones. Pero habrá sido a costa del principio de legalidad y de la obligación de todo régimen democrático de no ceder al chantaje de unos facinerosos ni de contribuir a la consumación de un delito.

Por tanto, es un momento de alegría por Vilalta y Pascual, por sus familias y sus compañeros de aventura solidaria, pero no de celebraciones. No es un final feliz. Se equivocaría el gobierno si festejase el desenlace como una victoria. Se trata de una claudicación. Con cada transacción de esta naturaleza se nos va un pedazo de la superioridad del estado de derecho sobre el estado de naturaleza. Y esa renuncia no es para echar las campanas al vuelo.

Tampoco cabe, por lo mismo, el abandono: esta cosas ocurren y, por desgracia, no hay otra forma de resolverlas. Bajo la capa del pragmatismo anida la resignación. Lo peor de hechos de esta naturaleza es que terminemos incorporándolos a la normalidad como si se tratase de una catástrofe natural. Aceptemos que, en ocasiones como este secuestro, nos enfrentamos a un conflicto moral que en la mayoría de los casos sólo puede resolverse en una dirección. Pero proclamemos que eso nos duele y que no es inevitable. No se trata de un arrebato de cándido idealismo. Es que, si no, nunca acabaremos con esa plaga.

Eduardo San Martín, ABC, 24/8/2010