NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA – 19/07/14
· Mi estancia en la política vasca, siempre de la mano de turbulencias emocionales, me permitió conocer a los personajes más importantes de la intelectualidad española. Allí en el Kursaal, en abril del 2001, se juntó lo mejor de España y creímos de buena fe que estábamos esculpiendo el epitafio de aquella idea de Larra: «Aquí yace media España, murió de la otra media», que hizo fortuna y alargó su permanecía entre nosotros gracias a la melancolía pesimista de Antonio Machado: » …Una de las dos Españas ha de helarte el corazón».
Mi alejamiento de la política partidaria -nunca podré dejar la política en el sentido más amplio, digno y cívico del término-, fue acompañado de muestras de apoyo, solidaridad y simpatía de muchos de aquellos que desde periódicos y universidades, desde ensayos y artículos defendieron la libertad en Euskadi; apoyos que me permitieron empezar una nueva etapa de mi vida, sin el paraguas de las siglas, con un convencimiento doble: el primero me decía con insistencia que tan mal no lo había hecho cuando personas tan lejanas afectiva e ideológicamente me expresaban su cariño; y por otro lado adquirí el compromiso de comportarme en el ámbito público, al que no iba a renunciar, con una independencia de criterio, una moderación y un sentido común, que paliando lagunas de toda naturaleza, me permitiera hacer honor a aquel apoyo que me habían brindado.
Algunos de aquellos militantes de la libertad, no todos, han elaborado ahora un manifiesto sobre La cuestión catalana y han requerido mi compromiso, que lo he dado sin dudar, convencido de que me vuelven a hacer un favor.
Es un manifiesto para el combate de ideas, para que no se oiga solo a los nacionalistas, para que los españoles puedan sentirse identificados con unos personajes públicos que defienden la libertad individual y la igualdad de los ciudadanos españoles y, por lo tanto, el respeto a la ley, no a la eternidad de las leyes, sino el respeto a unas leyes aprobadas democráticamente por los ciudadanos españoles directamente o por sus representantes.
Desde luego que no retiro el derecho a estar en contra del manifiesto a los nacionalistas, a los criptonacionalistas o a los representantes de un pensamiento flojo, que se caracteriza por su vacuidad; ni mucho menos a quienes tienen poderosas razones para estar en contra de nuestro posicionamiento, que por no ser unos ignaros malintencionados, no esgrimen el argumento de que éste es un conflicto entre dos nacionalismos, entre dos estructuras, Generalitat y Estado, que no tienen en cuenta los intereses de los ciudadanos.
Me preocupa más que no quede claro, por las urgencias informativas, el contenido del manifiesto o, por lo menos, mi voluntad a la hora de firmarlo y, peor aún, que se entienda en el sentido contrario a la que es la genuina voluntad de los firmantes.
Es un manifiesto de ciudadanos que no somos nacionalistas de ninguna patria, también existimos, aunque la influencia de un poderoso y simple pensamiento nacionalista en Cataluña provoque incredulidad en personajes poco amueblados y dados al «postureo», ya que solo entiende la existencia de este pensamiento dominante y oficial o un estilo de comportamiento público parecido al de los vergonzosos recusantes ingleses. Somos ciudadanos españoles que no nos avergonzamos de nuestra historia, ¡somos producto de ella!, y estamos orgullosos de La Transición, porque representa todo lo contrario a nuestra historia más negra -Sánchez Albornoz lejos de cualquier predestinación genética decía: «Querer es poder»-, y porque supone dar la espalda a nuestros errores históricos -las sociedades, como las personas, están obligadas si quieren sobrevivir a un olvido selectivo-.
Defendemos el derecho a ser libres, sin las ataduras del rebaño, e iguales ante la ley, de manera que sintamos garantizado nuestro derecho inalienable a decidir sobre nuestro futuro, sin que privilegios adquiridos, costumbres primitivas, historias tergiversadas, complejos de superioridad o egoísmos de tribu nos lo puedan arrebatar.
Frente a un nacionalismo colérico y sentimental defendemos la razón para construir nuestra convivencia, nos ponemos enfrente de quienes están dispuestos a burlar la ley en beneficio de sus quimeras, a quienes están dispuestos a anular la individualidad si no coincide con sus objetivos nacionalistas? En fin, defendemos en España lo que en los países de nuestro entorno ha sido indiscutible hasta hace bien poco y desde la II Guerra Mundial.
Es un manifiesto de afirmación y no está en contra de los acuerdos que puedan lograrse. Está en contra de que esos acuerdos se realicen bajo amenaza, que se elaboren en la clandestinidad o limiten nuestro derecho a una ciudadanía plena. En mi caso, creo que los acuerdos son necesarios, o mejor dicho la predisposición a acordar, que es lo mismo que estar dispuesto a ceder y no considerar que todos los acuerdos son siempre una derrota. Esta necesidad de acuerdo me trae a la memoria aquel pasaje de la Crónica de Don Pedro Niño que decía: «Los ingleses acuerdan antes de tiempo, estos son prudentes. Los franceses nunca acuerdan hasta que están en el hecho, estos son orgullosos y presurosos. Los castellanos nunca acuerdan hasta que la cosa ha pasado, estos son perezosos». No cabe duda que con el planteamiento de la consulta, con la voluntad de hacer la política en la calle -el populismo no atiende ni al ayer ni al mañana, es presente-, con el órdago de los » hechos consumados «, se confirma mi impresión sobre los nacionalistas catalanes: son el último reducto de la España que creímos desaparecida en el 78.
Quieren negociar cuando es imposible, cuando han puesto las condiciones para hacer imposibles consensos. Aún así los que defendemos la razón como medio de solución de los conflictos, no renunciamos a soluciones pacíficas, armónicas para la mayoría, no para unos pocos por muy influyentes que sean, y justas para todos.
Nicolás Redondo, presidente de la Fundación para la Libertad.