Ignacio Camacho-ABC
- La fascinación populista por los cirujanos de hierro desdeña la posibilidad de que sólo sean unos aventureros ineptos
Alas personas acostumbradas al orden democrático vigente en Occidente durante los últimos ochenta años nos cuesta asumir la actual crecida de la irracionalidad política. Habíamos dado por hecho que el sistema se regía por reglas de honestidad intelectual y de razón moral, aunque no siempre se cumplieran, y tendíamos a considerar las inevitables conductas disruptivas como una extravagancia pasajera que al final acababa de un modo u otro en vía muerta porque el modelo siempre activaba sus mecanismos de autodefensa. Sin embargo, la reciente eclosión populista, amparada o favorecida por la revolución digital y su maquinaria de divulgación de mentiras, ha normalizado el aventurerismo hasta un punto en que ya no es posible atenerse a una lógica reflexiva. La imprevisibilidad de los liderazgos se ha vuelto un fenómeno tan habitual como la complicidad de la propia ciudadanía con proyectos mesiánicos basados en promesas de sacudidas rupturistas.
La tormenta arancelaria de Trump, con sus decisiones retráctiles y sus bruscos volantazos, ha provocado estos días una corriente de estupor planetario. Mucha gente ha entrado en pánico ante la posibilidad verosímil de que el líder del mundo libre haya caído en el síndrome del piloto borracho (de poder en este caso) pulsando al azar los botones del cuadro de mandos. Se trata de una sospecha tan inquietante que parte de la opinión pública se refugia en la hipótesis de la psicopatía impostada, según la cual un gobernante acentúa sus rasgos abruptos, erráticos o impredecibles para negociar con ventaja táctica frente a unos adversarios bloqueados por la desconfianza. Más valdría que fuera así, desde luego, pero como todas las teorías del caos ésta entraña el riesgo de creer por conveniencia en un método estratégico cuando en realidad puede ocurrir que sólo estemos ante un mandatario inepto, un aprendiz de brujo sobrepasado por las consecuencias de sus experimentos.
En ese sentido, la idea de que los trumpistas estén intentado provocar una recesión –para favorecer al dólar– nos resulta más tranquilizadora que la de una improvisación chapucera desembocada en la histeria de los mercados y el peligro de una crisis global de deuda. Minusvaloramos así la capacidad del populismo para sembrar desconcierto por falta de responsabilidad, por exceso de arrogancia o por simple incompetencia. Pero eso es lo que sucede a menudo cuando se entrega el Estado a un grupo de adanistas convencidos de poseer la receta para solucionar en dos patadas cualquier clase de problema, por profunda que sea su dificultad técnica. La fascinación por el arrojo expeditivo de los cirujanos de hierro desprecia la complejidad de las interrelaciones políticas y económicas que rigen en las sociedades modernas. Y cuando se producen los estragos suele ser tarde para darse cuenta de que las panaceas sólo existían en la mitología griega.