Alberto Ayala-El Correo

Ha pasado ya un año desde que el presidente Sánchez sobresaltó la vida pública española al anunciar un 24 de abril, en la red social ‘X’, que abría un período de reflexión de cinco días para decidir si continuaba o no en el cargo a la vista a la ofensiva judicial contra su esposa, Begoña Gómez. Una ofensiva que continúa pese a la ausencia de pruebas. El PSOE entró en ‘shock’ y se movilizó para que el líder no arrojara la toalla. La oposición se negó a conceder credibilidad alguna a la misiva, que tildó de simple maniobra política.

Fuera un movimiento sincero o un ardid, conocen el desenlace. Sánchez resiste en La Moncloa, lo que ha evitado que el PSOE entrara en la UCI. Resiste, sí, pero en unas condiciones cada vez más precarias y con mayores dificultades para gobernar por los desmarques de varios de sus socios.

Las izquierdas quieren agotar la legislatura. Aunque el Gobierno no pueda ni presentar un proyecto de Presupuestos por temor a un nuevo revolcón. O aunque para ello haya que evitar que el Parlamento vote sus decisiones siempre que sea legalmente sea posible. Todo un empobrecimiento de nuestra democracia.

Así ocurrirá con el incremento del presupuesto de Defensa en 10.471 millones de euros, aprobado el martes, para llegar así al 2% del PIB que nos exigían Europa y la OTAN. Como se trata de una reasignación de partidas -con algunas de las cuales Sumar no está de acuerdo-, Sánchez evitará pedir el plácet del Congreso. Así, de paso, el PP de Feijóo no tendrá que mojarse.

Veremos cómo acaba la película. Sánchez prometió que el incremento de los gastos de Defensa se haría sin recortes sociales y sin incremento del déficit. La UE autoriza que ese dinero no compute a efectos de déficit, pero si lo solicitan los parlamentos. ¿Entonces?

Sánchez sigue en el alambre. Ya no es que no pueda contentar todo el tiempo a todos sus socios. La inestabilidad va más allá, y la tormenta sobre la compra de munición a Israel ha sido un buen ejemplo de las arenas movedizas sobre las que se encuentra el Gobierno de coalición.

En los 80 y buena parte de los 90, el PSOE vivió del liderazgo de Felipe González. Hoy su situación de dependencia del líder es incluso mayor. El hiperliderazgo de Sánchez roza lo absoluto. El debate interno ha desaparecido. Y la escasa contestación existente en los últimos años ha terminado con el relevo o el adiós de los disidentes, excepto el castellanomanchego García Page.

El postsanchismo, cuando llegue, vendrá mediatizado por cómo concluyan las numerosas investigaciones judiciales en curso. En un escenario de condenas importantes por corrupción, y la gravedad del ‘caso Ábalos’ induce a pensar que así será, más complejo le resultará al PSOE pasar página.

La situación del PP es bien diferente. Alberto Núñez Feijóo sigue esperando su hora sin terminar de consolidar su liderazgo. Puede que sea por sus volantazos respecto a Vox, partido que cree necesitar para llegar al poder. Pero también por las incertidumbres que genera su insistencia en que derogará ‘al mil por ciento’ el sanchismo. ¿Eso implica dar marcha atrás a la reforma laboral o a las subidas del SMI? ¿Acabar con la actualización de las pensiones según el IPC? O por su inexplicable defensa del valenciano Mazón. Bonilla y Ayuso siguen al acecho.