Por mucho que se empeñe Batasuna en hablarnos de su apuesta política y de su voluntad de alejarse de cualquier manifestación de violencia, estamos asistiendo a la escenificación de una voluntad ‘forzada’. Su ilegalización fue el factor que desencadenó la presión sobre ETA. Si se vuelve a legalizar, se diluiría la presión.
Los muñidores de La Moncloa han ganado su primer pulso a Ajuria Enea a la hora de cerrar filas en torno a las especulaciones sobre el fin de ETA. Sigue mandando el entorno de Zapatero que ha desestimado la apuesta de Eguiguren por que sea el lehendakari quien lidere el proceso de un final del terrorismo que debería ser solventado entre los vascos. Es evidente que el presidente quiere controlar todos los pasos que se dan en el único terreno en el que podría comparecer a las elecciones sin números rojos. El fin de ETA, si se produjera en esta legislatura, lo quiere pilotar él con la inestimable ayuda de Alfredo Pérez Rubalcaba, el ‘otro’ presidente.
Por eso, Zapatero huye de toda interferencia que pudiera perjudicar sus planes sin tener en cuenta que el mayor peligro para su empeño ha sido él mismo practicando un doble lenguaje al mantener abiertos un discurso conciliador con el mundo de ETA y la amenaza del palo. Guiños a la izquierda abertzale diciéndole que sus movimientos serán tenidos en cuenta a la vez que secunda el mensaje de Rubalcaba reduciéndolo a la ecuación de «votos o bombas». Zapatero, que desencadenó la tormenta, pretende ahora solemnizar su apaciguamiento, consciente de que, descartada su credibilidad en la gestión económica de la crisis en un país de más de cuatro millones y medio de parados, el fin de ETA puede suponer una magnífica carta de presentación cuando tenga que someter su mandato al veredicto de las urnas.
Después de unos días tan intensos como convulsos en los que todo el mundo se ha creído con derecho a aterrizar en el barrizal de la pacificación, sectores de opinión han empezado a sostener con cierta frivolidad la bandera del diálogo (¿qué hay de malo en ello?) por temor a quedar alineados en la franja de los intolerantes. Por mucho que Rubalcaba se muestre implacable, como no ha sido el único discurso de la familia socialista, se ha producido cierto movimiento favorable a tener en cuenta los pasos de la izquierda abertzale. Ahora que amaina la tormenta, sobre todo porque lo ha ordenado Zapatero, no vendrá mal un poco de prudencia, rigor y, sobre todo, coherencia. Lo que no quiere decir que nos sometamos a la mordaza de un «pacto de silencio» como ha llegado a proponer Iñigo Urkullu.
Serán los tribunales quienes decidan si Otegi debe permanecer o no en la cárcel si se considera que incurrió en delito de enaltecimiento del terrorismo. Y nuestros representantes democráticos no deberían perder ni un minuto en caer en las redes de los referendos improvisados en torno a los avatares de quien fue líder de Batasuna en su día y que, sentado en el banquillo, perdió la oportunidad de decir al juez que el fin de ETA debe pasar por la renuncia de las contrapartidas políticas. Se limitó a expresar que rechaza la imposición de proyectos por las armas.
Ni Otegi, ni Eguiguren ni el ‘mediador de parte’ Currin, pueden dar ya más de sí. El primero porque la izquierda abertzale se está moviendo al otro lado de las rejas. El segundo porque, además de haber visto fracasar su apuesta en la tregua de 2006, ha tenido que soportar tal presión estos días que solo le queda esperar a ver si el tiempo le da la razón y se demuestra que gente de Batasuna, como Otegi, quiere la paz. Y el tercero, porque empieza a ser cuestionado por los suyos, los que le solicitaron asesoramiento, que le acaban de acusar de ‘bocazas’. Se necesitarán liderazgos nuevos para la última etapa del final del terrorismo. Personajes que no cultiven el doble lenguaje de los Currin o los Otegi. Que generen confianza en el interlocutor; no el recelo sobre sus últimas intenciones que envenena cualquier proceso de disolución de un poder fáctico que ha pesado como una losa en Euskadi.
Otegi necesita un relevo. La izquierda abertzale intenta salvar su imagen para recuperarlo cuando llegue la paz. Pero no tiene la confianza ni del Gobierno ni de los clandestinos. Solo la evocación de Eguiguren de que cuando estalló la T-4 estaban juntos tomando café es suficiente para dar por amortizado su papel. Y probablemente su interlocutor de entonces, y ahora vapuleado sin compasión, debiera acompañarle en el retiro.
Y hasta aquí se puede leer. Porque la única certeza es que Batasuna quiere volver a estar en las instituciones. La Justicia les desalojó del Parlamento vasco, pero no están dispuestos a correr la misma suerte en ayuntamientos y diputaciones, piezas clave para asegurarse su influencia en la próxima legislatura. Por mucho que se empeñe Batasuna en hablarnos de su apuesta política y de su voluntad de alejarse de cualquier manifestación de violencia, a nadie se le escapa que estamos asistiendo a la escenificación de una voluntad ‘forzada’. Su ilegalización fue el factor que desencadenó la presión que la izquierda abertzale ha intentado ejercer sobre ETA. Si se vuelve a legalizar, se diluiría la presión de Batasuna sobre ETA. Y se volvería a aplazar la resolución del problema. Ése sería un error que no deberían cometer quienes quieren presentarse bajo la corona de la pacificación.
Tonia Etxarri, EL CORREO, 15/11/2010