NICOLÁS REDONDO TERREROS – EL MUNDO – 22/07/15
· Sacudida por el reto soberanista en Cataluña y el nuevo Gobierno navarro, la realidad española no se entiende sin la derrota de ETA. Se trata de encontrar soluciones para algunos problemas heredados de la Transición.
Me disgusta, aunque crean lo contrario, hablar sobre el País Vasco. Como me molestaba, de forma difusa pero apreciable, que me dijeran lo valientes que éramos cuando ETA dominaba el panorama político español con sus asesinatos. Nunca he considerado que hacer lo que uno debe hacer tenga que ver con la valentía y en cualquier caso siempre echaba de menos que apreciaran menos la inteligencia que el valor; también me disgustaba que pudiéramos aprovecharnos en el resto de España de nuestro comportamiento, a mi juicio obligatorio, en Euskadi. Algunos lo hicieron, bien porque era fácil dejarse querer después de estar sometido a grandes tensiones en tu propia tierra, o bien por un cálculo previsor del que entendía su acción como una inversión a largo plazo. No es una crítica general a los políticos vascos porque la mayoría, sobre todo los concejales del PP y del PSE, sólo sacaron de aquella empresa sufrimiento, olvido y la satisfacción personal de poder mirar a los ojos de sus hijos sin avergonzarse, con orgullo por haber defendido la libertad cuando estaba amenazada y la paz cuando no existía.
Por lo tanto, aunque mi anterior artículo también fuera sobre la política en mi tierra, no soy un especialista en la política vasca. Sin embargo, el punto final de una larga experiencia muy traumática para todos los españoles, pero muy especialmente para los vascos, ha generado algunos comportamientos y algunas posiciones políticas muy interesantes. He dejado dicho en alguna parte que no se puede entender lo que está sucediendo en España sin la derrota de ETA. Me explicaré: durante el tiempo que transcurre desde la aprobación de la Constitución del 78 a la lectura del último comunicado importante de la banda terrorista –en el que anunciaba que abandonaba la lucha armada aunque en realidad lo que quería decir era que había sido derrotada por el Estado de Derecho con la ayuda de las fuerzas de seguridad y la valentía gallarda de una parte pequeña de la sociedad vasca–, algunas cuestiones pendientes de la Transición no podían ser abordadas sin fortalecer las posiciones políticas en las que se resguardaba la banda terrorista.
Las consecuencias sociales de la crisis económica, el debilitamiento del crédito de las instituciones y la jibarización de las expectativas creadas por la UE, son causa de algunos de los debates que tiene la sociedad española hoy; pero la derrota de ETA impone también otros debates, postergados por su acción criminal y, sobre todo, nos obliga a ir más allá de la negativa, del rechazo a enfrentarnos a determinados retos políticos, que se plantearán inevitablemente y se solucionarán pacífica y democráticamente, sin el chantaje de los asesinatos, con la contraposición de ideas y proyectos. Si hoy ETA siguiera asesinando no tendríamos el caótico debate planteado por los nacionalistas catalanes y otra parte de la sociedad catalana, y en caso de haberlo propuesto, la negativa a debatir con ellos hubiera sido suficiente. Sin embargo, con ETA derrotada, la pugna de ideas se hace inevitable y tenemos la suerte de tener enfrente a un grupo de personas que han convertido algo que podía ser dramático en un sainete, en el que los nacionalistas catalanes han elegido voluntariamente representar el papel más grotesco y peligroso. Con el debate sobre quién compone las listas electorales arremeten contra un principio básico de la democracia moderna, en contraposición con la democracia griega.
Efectivamente, la democracia actual se basa desde hace 300 años en una visión positiva de la pluralidad, en equilibrio siempre inestable entre los derechos individuales y los que podríamos denominar «políticos»; la democracia antigua, como la pretendida por los nacionalistas, se basa en el ejercicio de una parte de la sociedad de los derechos políticos en la búsqueda de una uniformidad que es para ellos, y lo era para los atenienses, el estado óptimo, el deseado, en contraposición y pugna con la pluralidad, siempre entendida como un mal que debilita a la república. Oscilan entre el humor de Groucho Marx («nunca pertenecería a un club que me admitiera como socio») y el Saza de La Escopeta Nacional, por lo que no es probable que se unan personas serias a sus posiciones; en realidad, todo queda entre personajes como Mas y Laporta. Pero ni la negativa a discutir, ni el desdén que nosotros estamos obligados a rechazar, son una solución.
De la misma manera, el debate sobre el futuro de Navarra ya lo tenemos encima y si lo evitamos, si hacemos como si todo siguiera igual, en pocos años ganarán los que hoy gobiernan en la Comunidad Foral. Se pudo decir sencillamente que era imposible y hasta inimaginable la integración de Navarra en la comunidad autónoma vasca mientras ETA asesinaba a más de 100 personas cada año; hoy, en cambio, es imaginable el debate, son posibles los cambios y no ganaremos con estridencias, ni extremismos apasionados. La amenaza está ahí, si no se definen posiciones alternativas a las de los nacionalistas, distintas al mero rechazo, éstos impondrán una solución uniformadora y anticuada a la cuestión planteada, más ahora que el alcalde del Ayuntamiento de Pamplona y la presidenta del Gobierno foral son nacionalistas. Sin embargo, yo creo que son posibles soluciones si aplicamos la razón, soluciones que a la vez preserven las diferencias entre realidades distintas y satisfagan los sentimientos de una parte de los navarros y una parte de los vascos, siendo más eficiente para todos.
¿Por qué no tomamos ese camino y combatimos sus ideas con las nuestras, sus visiones con las nuestras, sus proyectos con los nuestros? Para que esta posición ilustrada y racional fuera posible, los nacionalistas deberían dejar de ver a Navarra como la tierra prometida y los no nacionalistas convencerse de que allí no se juega el futuro de España. No cabe duda que el marco en el que se desenvuelve la política y los objetivos de los sujetos políticos juega un papel determinante. Si en Cataluña asistimos a la síntesis de lo grotesco y el extremismo, en Euskadi, como si todo el mundo estuviera agotado por la presión criminal de ETA, se abren caminos posibilistas; y así vemos como el máximo representante del PNV es capaz de defender a la vez una negociación política con el Estado y la validez de la Constitución del 78, o vemos al secretario general vasco de Podemos decir, ajustándose al sentido común, que el derecho a decidir que esgrimen los nacionalistas para disfrazar su pretensión autodeterminista, no goza de ningún reconocimiento en el ámbito constitucional internacional. Si no vemos una oportunidad para negociar soluciones para los próximos 40 años es que estamos locos y si no vemos que es una magnífica oportunidad para dar una lección práctica a los nacionalistas catalanes es que nuestros políticos se han equivocado de profesión. Todo parece imposible antes de empezar pero una vez iniciado el camino todo es más fácil, en ocasiones evidente.
La única precaución que yo me impondría es que cualquier iniciativa que se tome esté concertada entre los partidos nacionales y que ninguno de ellos trate de sacar ventaja, jugando a la pequeña de los pactos entre partidos para gobernar. No se trata sólo de quien se lleva a su huerto a los nacionalistas en la búsqueda de mayorías parlamentarias, se trata de encontrar soluciones para algunos problemas heredados de la Transición y que están sin resolver debido a la existencia de ETA. La disyuntiva no se plantea entre que todo siga igual y cambios en la política española, sino entre quienes dirigen los cambios: ellos o nosotros. Si los que lideran los cambios son esa amalgama de partidos unidos por una visión de la política buenista e infantil, en la que todo parece posible hasta que llegada la hora de la verdad las ilusiones truequen en frustraciones y las esperanzas en dolorosos sacrificios para la población, el riesgo de perder lo conseguido durante estos últimos 30 años se trasformará en una realidad inevitable. Si por el contrario son los partidos moderados los que no dan la espalda a las reformas necesarias, desacralizando situaciones y realidades, España podrá alargar ese gran éxito de nuestro país que solemos conocer con el nombre de la Transición.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.