TONIA ETXARRI-El Correo

  • De aquellos postureos del ‘no a la guerra’ vienen estos lodos de ceguera política

Con la invitación a la acogida en Bilbao de la capitana de la selección afgana de baloncesto, Nilofar Bayat, y su marido, parece que sentimos cierto alivio como sociedad; menos peso sobre nuestras conciencias aunque sepamos que se trata de casos excepcionales. Aún conmocionados por el abandono abrupto de EE UU, el caos en el aeropuerto de Kabul, el cruce de reproches entre mandatarios y una Europa impotente y preocupada ante la amenaza del régimen islamista, nos tememos lo peor cuando se apague la luz en Agfanistán. Las mujeres se van a quedar atrapadas tras un muro de silencio, desconectadas de Occidente, ocultas en sus casas, invisibles tras la sharía. Al tiempo.

Pedro Sánchez por fin decidió romper su voto de silencio vacacional, al cabo de seis días de la caída de Afganistán, cuando pudo presentar orgulloso la imagen de los primeros acogidos en tierra española junto a Charles Michel y Ursula von der Leyen. Horas después de su aparición le telefoneó Biden -que no había incluido a España en la lista de agradecimientos a los países que estaban participando en la evacuación de Afganistán-, interesado en acordar que las bases de Rota y Morón acojan a evacuados afganos. Menos mal que no tuvieron éxito los manifestantes que exigían hace años el cierre de las bases americanas.

Porque a Sánchez se le hubiera escapado la oportunidad de poder tener esa relación que persigue de intercambio de favores con el presidente de EE UU que tanto le ha ignorado hasta ahora.

Seguiremos atentos. Lo que hemos visto aún no es suficiente para que Sánchez se pronuncie sobre los talibanes. Hay que esperar a los hechos, dijo en su comparecencia ante los medios.

Pero los nuevos señores del orden totalitario musulmán ya han dejado pistas. Los hemos visto disparar contra manifestantes o flagelar a quienes querían colarse en un avión hacia la libertad. Acosar y amenazar a la reportera de la CNN Clarissa Ward, hasta que tuvo que huir del país. Ir casa por casa buscando a los disidentes para aplicarles la venganza de la que abjuraron en la conferencia de prensa.

Parte de la izquierda vive la tragedia afgana en un mar de contradicciones

Buena parte de la izquierda en nuestro país, como le está ocurriendo al movimiento ‘Me Too’ en Estados Unidos, está viviendo esta tragedia en un mar de contradicciones ¿Cómo asegurar que el fundamentalismo islámico no pisotee los derechos individuales, incluidos los de los colectivos LGTBI? No hay respuesta en el Ministerio de Igualdad de Irene Montero. Tan solo una burda banalización, en los sectores autodefinidos como «progresistas», hasta rozar el ridículo. Comparando las procesiones de Semana Santa con los burka o los chador obligatorios. O proponiendo que las mujeres nos cubramos el cuerpo y la cabeza para «combatir la islamofobia». Un delirio. De aquellos postureos del ‘no a la guerra’ vienen estos lodos de ceguera política. Muchos analistas expertos en estrategias geopolíticas debaten sobre la incompatibilidad entre la democracia y el islamismo. Pero habría que distinguir entre los eremitas del desierto que no se despegan de su Kalashnikov ni de su smartphone de última generación, y la población afgana que no quiere volver al infierno después de haber vivido dos décadas en un clima de libertad y progreso.

Europa tendrá que ser generosa con los refugiados y superar, de paso, los complejos con los presupuestos en Defensa. Y cuando se apaguen los focos, no olvidarnos de las mujeres afganas. Nos están pidiendo que, en Occidente, seamos su voz. Sea.