Hoy, la palabra de la Lingua progressionis Hispaniae es «abalorio«, objeto de poco valor. Un sinónimo de bisutería, de lentejuelas, de oropel, de perifollos.
Algunas personas vienen al mundo con su personalidad estampada en el nombre familiar. Las tales, al advertir la trampa que les ha tendido el destino, pueden intentar escapar pero, en cuanto advierten que es imposible, que luchar contra él es majar en hierro frío, lo que hacen es desentenderse de tamaña aventura hercúlea y acomodarse al destino de su nombre.
Surge entonces el personaje de quincalla, de chatarra, la bagatela intelectual, el hondón moral. Dispuesto, eso sí, a no pasar desapercibido, empeño que exige emplearse a fondo en la marrullería, la trampa, la treta artificiosa, el ardid malévolo, la picardía envenenada, la martingala tersa y practicada sin abanicarse.
De niño, todo ello se expresa de manera cándida pero, no bien pasan unos pocos años, las trazas de su carácter impregnado de abalorios se hacen más complejas ganando en doblez, en arrugas de truhanería, en fingimiento y en una golfería que se adereza, se estiliza y se alarga con una mirada de pájaro carroñero.
Desde esa maduración de carácter y esa sublimación de la pequeñez envuelta en fanfarronería, es preciso entablar la batalla de su vida que es la batalla contra la sinceridad, contra la franqueza y contra la limpieza.
Ya tenemos a nuestro personaje emperifollado, entrando en combate, dueño del embrujo que más le gusta, en el que mejor se solaza, el del embrollo y la emboscada; desde ahí, desde ese promontorio, el asalto a la cuenta corriente del prójimo tontorrón y aturdido por el brillo de los abalorios es coser y cantar.
Una cuenta en Suiza
Colocado en esa posición de ventaja, disparar fuego graneado contra la decencia es cuestión de ir puliendo, limando, seleccionando bien los objetivos y no perder el tiempo con blandenguerias, directos al fajo de billetes, al dinero negro y a la cuenta en Suiza.
Y, desde estos barrizales, a la marisquería, al centollo bien relleno, a la langosta sufrida en sus articulaciones pero sabrosa, a los percebes, gordos como los dedos de un vigoroso camionero, a la sutil angula …
Y al burdel, con sus putas, que son esas mujeres sentimentales, cotidianas, usadas y mayormente enfermas.
Porque nuestro personaje, envuelto en sus abalorios, ha descubierto que el dinero negro es el más blanco e inmaculado de todos pues que lleva a los parajes de los placeres con mujeres descotadas.
¡Y pensar que, encima, hay quienes llaman a este personaje cínico o corrupto!
Es no entender nada de la vida y quererla convertir en una hermética casa de monjas, en un cenobio puritano, lánguido y monótono.
El golfo, el de los abalorios, es el tensiómetro que nos mide la tensión canalla de un país.