En el diccionario del «Progreso de España» procede hoy esbozar la «teoría de la pendencia» como una de sus columnas.
Recordemos cómo en el pasado guardar los ritos monásticos era preocupación esencial de los reyes y de los nobles y ello hasta tal punto que en Cluny, el más acreditado monasterio de los siglos XI y XII, la liturgia se estiró tanto y se hizo tan pomposa y compleja que ocupaba el tiempo tradicionalmente dedicado al trabajo manual y al estudio de las grandes obras.
Pues bien, algo parecido está ocurriendo en nuestros días, cuando el gobierno de España ha erigido la pendencia en su seña de identidad: la contienda, la gresca, la pelotera, el rifirrafe como arbotantes de la deliberación política, como medio para practicar ese juego en el que se avanza, sin equivocación posible, en la dirección que marca la bronca de mejores perfiles y más compacta.
Siempre cultivada contra los «enemigos» porque con los «amigos» todo se desliza por el camino rendido de las saturaciones dulzonas.
El tiempo que queda libre de esta liturgia zaragatera, tercamente desempeñada, se ocupa en ejercer la arquitectura de ruinas.
«En el principio fue el membrete», me parece que dejó escrito en alguna de sus glosas Eugenio D´Ors acertando de lleno pues todavía hoy, para los españoles que caracolean en torno a las prebendas ministeriales, que se contorsionan hasta colgarse de cualquier rama del barroco organigrama gubernamental, el membrete es su alimento, aquello que les mantiene en posición apropiada para enseñar las vergüenzas de su adhesión salivosa.
Lo importante es mantener la bronca como una ofrenda, como el exvoto que se cuelga en señal de recuerdo imperecedero de la sinecura recibida
Como regalos de navidades se van a expedir membretes: el de «pugnaz con distintivo rojo izquierdas» está muy solicitado y, más aún, el de «bellaco con gran cruz en campo de gules»…
Recibir con largueza jerarquías y fondos next generation es la retribución al pendenciero, a quien alza en el Congreso la voz más cuartelera, más sórdida, más empapada de zafiedad. Unos energúmenos para quienes la bronca es la sombra turbia de sí mismo, la imagen en la que su yo se alarga, se inspira y se orienta.
Si hubiera un Juicio final como Dios manda estos galloferos exhibirían en él sus pendencias más logradas, las que más desolación causaron para recibir en el cielo el premio de honor, que consistirá en poder sentarse a la diestra del secretario de organización.
Lo importante ahora en España no es resolver asuntos tediosos, lo importante es mantener la bronca como una ofrenda, como el exvoto que se cuelga en señal de recuerdo imperecedero de la sinecura recibida.
La fiabilidad de mi «teoría de la pendencia» se constata cuando la vemos convertirse poco a poco en «teología de la pendencia» con sus dogmas belicosos dispuestos a atizar con ellos en la cabeza de cualquier pobrecillo de la derecha o de la ultraderecha incapaz de asimilar las virtudes del Progresismo Transversal y Plurinacional.