EDITORIAL EL MUNDO – 18/03/17
· La entrega de armas es la consecuencia de su derrota por la democracia.
A partir del momento en que ETA anunció el cese definitivo de la violencia, en el otoño de 2011, sorprendió que no anunciara la disolución y su corolario lógico, el desarme. El distanciamiento de la izquierda abertzale no le llevó a la conclusión de que renunciar a la violencia significaba la imposibilidad de cobrar un precio político. Transcurridos algo más de cinco años, y desvanecidas sus esperanzas de negociar contrapartidas con el Gobierno, ETA ha anunciado la entrega incondicional del armamento que le queda para el 8 de abril, lo cual supone la certificación de su autoliquidación.
El desarme completo se espera con una escenificación con intermediarios impropia tanto por el arsenal —al parecer, tan pequeño como obsoleto— como por el intento de presentarlo como un gesto de generosidad y buena voluntad, cosa que desde luego no es: la banda ya ha sido derrotada tanto por la policía como por la sociedad, que se ha negado a concederle ningún derecho de voz o veto sobre su futuro.
Lo inmediato ahora es que no se pongan dificultades políticas ni jurídicas a la operación de entrega de las armas. El desarme simbólico de una banda reducida a la nada, al que debe seguir cuanto antes el anuncio de su disolución, abre la vía para normalizar definitivamente la vida política y civil en el País Vasco.
El Gobierno vasco y el líder de la izquierda abertzale, Arnaldo Otegi, han trabajado discretamente para que ETA anunciara el desarme. Esto llevará a los profetas de la deslealtad a la patria a suponer que algo se habrá negociado. Pero no es lo mismo persuadir a los restos de la banda de que ya no pueden conseguir políticamente nada que seguir instalados en la mentalidad de otros tiempos, cuando cualquier indicio de contactos instaba la idea del conchabeo a costa de la soberanía del Estado.
Hasta ahora, el Gobierno ha tenido una actitud demasiado inmovilista, especialmente en lo referente a la política penitenciaria, que en el pasado se ha demostrado como un instrumento muy poderoso para acelerar el fin de la banda. La gestión de un final definitivo de ETA incumbe a los partidos democráticos, y muy concretamente al lehendakari Urkullu, al que el Gobierno de Rajoy debería reconocerle el liderazgo del proceso para pasar página de una vez.
Es verdad que tras los recelos queda el importante debate de asentar la memoria, especialmente entre las nuevas generaciones. Muy interesante a este respecto el informe de los investigadores Francisco Llera y Rafael Dionisio, que certifica que el miedo operó como una cortapisa a la participación en política y que perjudicó a los partidos constitucionalistas a medida que se producían asesinatos de sus miembros. Después de tantos años de sangre y víctimas, los terroristas y quienes les apoyaron no pueden terminar convertidos en vencedores en la historia.
En todo caso, no nos equivocamos los que saludamos el cese definitivo de la violencia como el triunfo de la democracia frente al terror, una victoria del Estado de derecho. La banda dejó de representar una pesadilla para la ciudadanía después de 800 asesinatos, más de 20.000 víctimas en atentados y miles de amenazados. Las elecciones generales de 2011, como todas las que se han producido después, se han celebrado con la normalidad que los etarras se permitían alterar siempre que les parecía oportuno.
El fin del terrorismo de ETA no ha tenido contrapartidas por la falta de operatividad de una banda reducida a casi nada. Nada puede compensar a las víctimas ni a sus familiares por el dolor causado por el terrorismo. Pero al menos, la democracia puede decir con orgullo que derrotó a ETA sin paliativos ni contrapartidas.
EDITORIAL EL MUNDO – 18/03/17