JUAN VAN-HALEN-EL DEBATE
  • Fue un escritor que transitó por la política, no al revés. Sus mayores disgustos se debieron al incansable compromiso con el cambio hacia la democracia en España, que no llegó a ver

Aveces he meditado sobre los desencuentros entre literatura y política. Son dos vocaciones que si coinciden en la dedicación suelen molestarse, perjudicarse recíprocamente. Tienen públicos distintos y valoraciones no siempre imparciales. La coincidencia crea a veces descompensaciones afectivas. Lo sé bien. Hoy no escribo sobre las locuras sanchistas sino sobre un político de raza, intelectual, riguroso, que sufrió defendiendo lo que creía.

Releí estos días el clásico Sonetos a la piedra (1943), de Dionisio Ridruejo. Él es una personificación de esa doble vocación literatura-política. Se cumplieron ya ciento diez años de su nacimiento en El Burgo de Osma, villa soriana en la que también vinieron al mundo el prohombre y ministro de la Primera República Manuel Ruíz Zorrilla, el dirigente sindicalista Marcelino Camacho, y el presidente de Castilla y León, ministro y presidente del Senado Juan José Lucas, buen y viejo amigo.
Dionisio Ridruejo es un poeta pulcro, elegante, de latido clásico, de un garcilasismo perfeccionista, perteneciente a la llamada generación del 36 o primera generación poética de la posguerra, que además cultivó el memorialismo y el ensayo geográfico, y del que se han publicado epistolarios. Desde edad temprana asumió militancia política y responsabilidades directivas en la propaganda de la España bélica del bando nacional, iniciando una trayectoria vital de compromiso consigo mismo que desembocó en la ruptura con el régimen, en la denuncia activa de la dictadura, y en la cárcel, el destierro y el exilio. Murió el 29 de junio de 1975, cinco meses antes que Franco, con quien había colaborado en su día lealmente como político, soldado y escritor. No llegó a vivir la Transición en la que, sin duda, hubiese tenido mucho que decir.
La vida de Ridruejo fue un ejemplo de ética; su evolución le llegó a caballo de las circunstancias que le tocó vivir y, en contra de lo hecho por no pocos, abandonó el barco no como las ratas sino con la travesía viento en popa: en 1942 a su regreso del frente ruso, enrolado como voluntario en la División Azul. Ya entonces expuso con dureza a Franco que ejercía «una especie de revanchismo deportivo, dando a la honrosa tarea del poder una categoría de pago de gratificaciones» y le anunció: «El régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como tinglado». Lo que comenzó siendo una ruptura formal porque consideraba al franquismo alejado de la ortodoxia falangista que había asumido en su juventud, desembocó en una apuesta por la solución democrática uniéndose a la oposición real.