ABC 10/01/17
IGNACIO CAMACHO
· Aznar se reservó a sí mismo la patente de legitimidad del PP pero no va a sabotear su propio proyecto y su mayor éxito
EL mayor mérito de Aznar no fueron tanto sus dos mandatos presidenciales (en todo caso mejor el primero, antes del desparrame absolutista) como la refundación del centro-derecha español en un partido capaz de reunir mayoría social. Por implantación y estructura ese partido es hoy la primera organización política de Europa, capaz de ganar elecciones sobreponiéndose a su propia corrupción y con un candidato tan átono como Rajoy, que sin embargo conoce muy bien el poder de la máquina que pilota. La cohesión del PP ha resultado fundamental para el equilibrio del sistema y no será su fundador, por mucho que le desagrade la deriva del proyecto, el que mueva un dedo contra su legado y su obra.
Aznar y Rajoy se detestan. Uno se ha arrepentido de su decisión sucesoria y el otro cree que sus males provienen de la herencia de su antecesor, infectada de mala praxis y personajes deshonestos con una reputación demoledora. Pero su deteriorada relación no pasa de venenosas putaditas, puñaladas de pícaro e insidias de sobremesas tóxicas. Ambos son muy pragmáticos y gestionan su mutua aversión con frialdad desdeñosa; ninguno de ellos pondrá en peligro la causa mayor de la estabilidad española.
El último desencuentro a propósito de la Fundación FAES ha hecho aletear a un cierto antimarianismo despechado que alberga la remota esperanza de un ajuste de cuentas y, visto el desenlace del ciclo electoral, ha desahuciado como ejecutor por control remoto a Albert Rivera. Al expresidente le están tentando con toscos señuelos demoscópicos para que se lance al ruedo pero no va a picar: no será un nuevo napoleoncito como su amigo Sarkozy, derrotado en el Waterloo de las primarias, ni el nuevo Suárez que cree un CDS de la derecha. A lo más que podría llegar su enojo es a romper el carné del Partido Popular; en ningún caso a hacerle la competencia. Su descomunal ego, por herido que esté, no basta para disolver su sentido de la responsabilidad de Estado ni para empujarle a desbaratar su mayor éxito de estrategia.
A lo que tampoco va a renunciar es al papel de vestal de los principios y de intangible autoridad de referencia. Cuando se retiró, Aznar se reservó a sí mismo la patente de legitimidad del PP, el rol del sabio de la tribu que custodia el tarro de las esencias. Aunque en su período de poder prescindió de las credenciales de pureza cuando le hizo falta, no perdona esa acomodaticia tendencia de Rajoy a trastear a la vez con una cosa y su contraria. Sus críticas a la pereza reformista del marianismo, a la incoherencia fiscal y a la falta de perfil ideológico son certeras por más que resistan mal la prueba de contraste con su propia etapa. Y además le gusta ejercer de tocapelotas que provoca desasosiego cada vez que toma la palabra. De ahí a sabotear su propio proyecto hay mucha distancia. Tanta como de Santa Helena a Elba. Una distancia políticamente oceánica.