El Correo-MANUEL MONTERO
La colaboración entre nacionalistas y no nacionalistas ha resultado históricamente más fecunda que el escoramiento radical, inevitable en un pacto entre abertzales
El acuerdo de Estella/Lizarra, que se firmó hace ahora veinte años, fue un momento crucial de nuestra historia reciente. Marcó un antes y un después, condicionó la política vasca durante más de una década y su recuerdo sigue pesando como modelo o contramodelo. Voluntarismos al margen, no hay en esto espacios intermedios. Las implicaciones de aquel pacto demostraron las incompatibilidades profundas de la política vasca. No es posible estar a la vez en Lizarra y en Gernika. El acuerdo no era una autovía, pero sí una dirección única. Hacia un callejón sin salida.
El pacto entre todas las fuerzas nacionalistas resultaba toda una novedad en la política vasca desarrollada desde la Transición. Tenía aspectos sorprendentes. Mencionaba la autodeterminación, asumía «el diálogo y negociación» sin condiciones y afirmaba que se compartía el «carácter político» del «conflicto», que no se definía. De pronto, todos los nacionalistas compartían un lenguaje y unos modos de actuación sobre los que habían discrepado, pero el pacto no establecía un objetivo final. Hablaba de «escenarios abiertos».
Era un compromiso no de fines, sino de medios. El PNV, mayoritario en el nacionalismo, asumió la retórica y los mecanismos evocados por la izquierda abertzale. Durante casi veinte años el nacionalismo moderado había gestionado con cierta eficacia e indudable rentabilidad política el Estatuto de Gernika. El súbito viraje minusvaloraba sus logros de dos décadas y le llevaba al entramado conceptual del radicalismo, sin que este se desplazase hacia sus posiciones.
Resulta difícil explicarse las razones de este cambio. Se ha dicho que arrancó de la masiva reacción constitucionalista que siguió al asesinato de Miguel Ángel Blanco. De ser cierto, aquel atentado, que se ha visto como el comienzo del fin de ETA por generalizar la protesta social contra el terrorismo, sería también uno de sus éxitos por iniciar el camino en el cual el PNV abandonó su compromiso de aislar a los apoyos del terrorismo y se aproximó a un pacto tras el radicalismo que pudo condicionar políticamente a la sociedad vasca.
Hay que señalar también que unos años atrás, entre 1988 y 1992, el nacionalismo moderado había experimentado una peculiar radicalización, paradójicamente cuando gobernaba en alianza con el PSE. En la doctrina que difundía el EBB desde entonces se impusieron tesis identitarias, desarrollando un concepto férreo de comunidad nacional, equiparada a comunidad nacionalista. Se diluyó la distancia ideológica entre el nacionalismo radical y moderado. Cuando en el otoño de 1997 un dirigente sindical aseguró que «el Estatuto ha muerto», la formulación rupturista encajaba en las nuevas percepciones que difundía el PNV.
El Pacto de Lizarra estuvo precedido, el mes anterior, por el acuerdo entre ETA, EA y el PNV por el que se comprometían a no pactar con los partidos a los que considera «enemigos del Pueblo Vasco» («EA y EAJ-PNV asumen el compromiso de romper con los partidos (PP y PSOE) que tienen como objetivo la construcción de España y la destrucción de Euskal Herria»). De forma brutal se expresaba así la convicción nacionalista de que socialistas y populares no formaban parte del Pueblo Vasco y elevaban el principio separador a piedra angular de la acción política.
Así, el acuerdo de Lizarra no fue sólo un acuerdo entre nacionalistas. Fue sobre todo un acuerdo contra los no nacionalistas, gestando una escisión conceptual de la sociedad vasca que resultaba insólita desde la transición. Al fin y al cabo, la opción estatutaria había sido fruto de la colaboración entre el nacionalismo moderado y los sectores no nacionalistas: tal fue el origen del Estatuto de Gernika y el sostén de la autonomía, frente al hostigamiento por parte de la izquierda abertzale, que solía ridiculizar al «Gobierno vascongado».
Todo cambió de pronto sin una explicación convincente. Volvía una idea radical de la construcción nacional identitaria que el PNV había abandonado durante la Transición y lo hacía con una intensidad y una agresividad que, si bien casaba con los maximalismos de la doctrina nacionalista, no lo hacía con sus inmediatos precedentes. Lizarra abrió unas heridas profundas, que contrastaban con las colaboraciones transversales de la década precedente. El pacto nacionalista, realizado para dar un paso en la construcción soberanista y excluyente del País Vasco, abrió la espita del frentismo, Estella contra Ermua.
La alianza nacionalista tuvo de momento la cobertura de la tregua de ETA, pues pudo difundirse la idea de que tal colaboración era el precio a pagar por lograr la paz. La cobertura desapareció a fines de 1999, cuando la organización terrorista declaró finalizada la tregua, abriéndose otra etapa sangrienta. No se dio por terminado el ensayo de Lizarra. Aunque sin las alianzas explícitas del periodo anterior, prosiguió la vía soberanista. Durante años se sucedieron los planes rupturistas del nacionalismo. No fue el periodo más brillante de nuestro pasado reciente.
Veinte años después, Lizarra representa la iniciativa que puso en peligro la convivencia en la sociedad vasca. Tal soberanismo se evoca a veces como modelo –por ejemplo, para un nuevo Estatuto–, pero aquella experiencia lo convierte más bien en un contramodelo. La colaboración entre nacionalistas y no nacionalistas ha resultado históricamente más fecunda que el escoramiento radical, inevitable en un pacto entre nacionalistas, excluyente de la otra parte de la sociedad vasca. El recuerdo de Lizarra y la crispación que trajo debería servir como advertencia.