LIBERTAD DIGITAL 27/05/17
PABLO PLANAS
· Habrá chiste de Gila, pero también las presiones, amenazas y coacciones a funcionarios y empleados públicos propias de un golpe de Estado.
De uno en uno y en público, los líderes del proceso separatista catalán son los profetas de las buenas vibraciones. El independentismo es amor, ha dicho Junqueras. Es la insurrección de las rosas y los libros de San Jorge, la era Aquarius de las nacionalidades, proclama Puigdemont. Con la sonrisa, la revuelta, tararea Lluís Llach, el bardo soberanista. Todo el mundo es bienvenido. Cataluña nos ama, proclama Rufián. Está al caer el nuevo Estado, primeras calidades, tabla rasa, renta universal garantizada, Dinamarca en verano todo el año, birra libre y barra americana.
La oferta independentista es magnífica, insuperable, fabulosa. De la pobreza a los desahucios, del paro al fraude fiscal, del recibo de la luz a los atascos, el problema es España y la solución, desenchufarse del Estado y proclamar la república catalana y «a la catalana», matiz que usa mucho Puigdemont como para referir que, a diferencia de las hispánicas maneras, los usos vernáculos son de naturaleza intrínsecamente superior, más finos y sutiles. Sí. Es como la distancia que hay entre las alpargatas de esparto de los mozos de escuadra y el tricornio de charol de la Guardia Civil.
No se sabe cuándo, cómo ni de qué manera, pero el referéndum se va a celebrar, sostienen Puigdemont y Junqueras. Y no sólo eso, sino que el resultado será de aplicación ipsofacta porque saldrá que sí. Es que ni se preocupan en disimular que en vez de una consulta prevén un pucherazo. Cabría suponer que los promotores del proceso son conscientes de sus limitaciones, pero no es el caso. Confían para salir del apuro en el Gobierno que ya se atragantó con el 9-N del 14, bien sea con una pachanga tolerada o una mesa de negociación de última hora abierta a la abolición en Cataluña de la Constitución.
Eso o la vía directa, inevitable tarde o temprano, la confrontación para la que preparan a sus bases, sea el próximo septiembre, al otro o a tres años vista. Si de cara a la galería el proceso se vende como la sublimación de la soberanía individual en un campo de amapolas, en los actos para iniciados el discurso es punto más realista. Aunque pudiera resultar plausible, la independencia no se logrará avisando por teléfono a Rajoy de que a partir de las cero horas de tal día Cataluña ya no es España.
Habrá chiste de Gila, pero también las presiones, amenazas y coacciones a funcionarios y empleados públicos propias de un golpe de Estado. Lo dijo el exmagistrado y exsenador de ERC Santiago Vidal, que reveló que la Generalidad tenía listas de jueces y datos personales de todos los ciudadanos censados en Cataluña. Y lo ha ratificado Lluís Llach con el aditamento de la amenaza a los funcionarios disidentes, sean propios, del Estado o de los ayuntamientos. Esto no es una broma. El que no cumpla la «legalidad catalana» será sancionado, ha dejado caer el Noi de L’Estaca, apóstol de la desobediencia por la mañana, chequista de noche. Su Estado no será como este Estado, que traga con todo. El suyo, en expresión de Llach, será lo que se conoce como «un Estado serio». Estamos avisados.