Jon Juaristi, ABC, 13/5/12
La llantina colectiva de los jugadores del Athlétic en Bucarest equivale a la desaparición de cierta imagen de España
En mi época, cuando se sometía a los niños de Bilbao a alguna operación quirúrgica sin anestesia —como la temida amigdalotomía— o a las mucho más frecuentes inyecciones intramusculares, les cortaban el moco con una admonición definitiva: «No llores, que en el Athlétic no quieren nenas». Como es de suponer, esta iniciación en el ascetismo machista corría a cargo de las mujeres de la familia, aquellos implacables gineceos vascos que habrían hecho parecer obsecuentes geishas a las legendarias madres espartanas.
Conmigo sólo funcionó a medias, porque jamás llegué a imaginar que me ficharían ni como masajista, pero mis amigos de entonces aguantaban los banderillazos del practicante más enteros que San Lorenzo en la parrilla. Todos se soñaban emulando a Zarra oa Piru Gaínza. Yo mismo procuraba ahorrar lágrimas, convencido de la excelencia moral de la ataraxia tan virilmente encarnada por los grandes aldeanos de nuestro club. El jesuita Eleuterio Elorduy, a cuyos seminarios de Filosofía asistí años más tarde en la Universidad de Deusto, sostenía que el estoicismo de la Antigüedad nació de sendas cosmovisiones no indoeuropeas: la del cananeo Zenón de Kitios y la del vascoibérico Séneca, cuyos antepasados habían dejado de hablar vascuence, como quien dice, anteayer mismo. Elorduy, hijo de carlistas vascoparlantes y levantiscos, al igual que su por entonces compañero de orden Xabier Arzalluz, venía de un caserío de Munguía, en el riñón de Vizcaya, y tanto él como su hermano Carmelo, también jesuita y famoso sinólogo, traductor de Confucio y Lao Tzu, eran infatigables propagadores de la devoción a San Mamés.
El Athlétic de mi niñez, venero sin fondo de ejemplos estoicos y cristianos que explotaba como nadie otro ilustre miembro de la Compañía, el P. Alfonso Moreno, sólo lloraba en la Casa de Ejercicios, ante Dios y la Virgen de Begoña. Nunca en el campo del honor. De ahí el desconcierto, el estupor y la consternación que se apoderaron de mí —y supongo que de muchos otros bilbaínos provectos— ante el increíble espectáculo plañidero que dieron los sedicentes leones en Bucarest tras el final de la final. Lloraba Llorente, como su nombre indica. Lloraba Gaizka Toquero, lloraban Susaeta, Muniain, Iraola, Amorebieta, Iturraspe… El llanto se contagió en cuestión de segundos a toda la plantilla. Si viviera todavía el padre Moreno, aquel fabuloso orador sacro-futbolístico, los habría comparado, no con David ante Goliat o con los Macabeos, como solía, sino con Jeremías o con las Hijas de Jerusalén.
El asunto me parece de una gravedad espantosa. Que el Athlétic se abandone a una catarsis lacrimógena ante toda Europa equivale a la desaparición, si no de España, sí al menos de cierta imagen de España que nos consolaba en las tribulaciones, la de una nación sufrida, temida y respetada por los extraños. La del gol de Belauste en las Olimpiadas de Amberes; la del gol de Zarra en Maracaná, treinta años después. La de una furia española mantenida por gloriosos jugadores del Athlétic de antaño, que se ha desvanecido entre los injustificables sollozos del miércoles, tras una derrota, amarga pero digna, frente a un equipo superior (por cierto, fundado por bilbaínos).
Jon Juaristi, ABC, 13/5/12