ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC
Las cruces amarillas plantadas en esas playas rubrican la defunción del orden constitucional en un pedazo de España
CADA día que pasa da lugar a una nueva provocación a la democracia en la que se escudan; a un renovado desprecio al marco legal del que se aprovechan; a un salivazo escupido al honor de los españoles; a una bofetada en la cara de quienes son y se sienten hijos de una Cataluña huérfana, abandonada a su suerte por el resto de la Nación.
No me resulta complejo comprender su frustración. Debe de ser muy parecida a la que se adueñó de nosotros, vascos constitucionalistas, al ver cómo el gobierno de España, presidido a la sazón por José Luis Rodríguez Zapatero (hoy convertido en lacayo mayor de Nicolás Maduro), traicionaba nuestra lucha pactando con los asesinos una «paz» vergonzante y vergonzosa. Aquel miserable enjuague fue engrasado, apadrinado, avalado y jaleado por los mismos peneuvistas que ayer votaron en el Congreso los presupuestos de Mariano Rajoy, a cambio de un trato privilegiado para los ciudadanos de Euskadi y quién sabe qué otras promesas acordadas bajo la mesa. Esos «socios leales», a decir del PP, cuyo portavoz luce últimamente un lazo amarillo en la solapa, en solidaridad con los golpistas catalanes presos. ¿Por qué no habría de exhibirlo, si al fin y al cabo son cuñas de la misma madera independentista, podrida de supremacismo? No es que le salga gratis insultarnos con ese adorno; es que el lazo tiene premio.
Lo que está sucediendo en Cataluña desde hace ya varios años, y en particular desde el 1 de octubre de 2017, se estudiará algún día en las aulas como paradigma de la cobardía que puede llegar a mostrar un Estado soberano incapaz de hacerse respetar. ¿Cuánto más abusarán de nuestra paciencia los responsables de restablecer la plena vigencia del marco legal común en el que se ciscan diariamente el presidente Torra y sus secuaces? ¿Hasta cuándo se esconderán detrás de las togas a fin de eludir su obligación de actuar políticamente? ¿A quién deben dirigirse los catalanes privados de derechos elementales como el de emplear la lengua española, si el Gobierno llamado a defenderlos les da la espalda?
Pienso en el juez del Supremo, Pablo Llarena, humillado por tres «colegas» alemanes de una oscura instancia regional, aparentemente desconocedores de lo que significa una euroorden, y me hierve la sangre imaginando su sensación de impotencia. ¿A qué espera el Ejecutivo para ampararle ante las correspondientes instancias europeas? ¿Cómo es posible que el separatismo haya tejido, con nuestro dinero, una formidable red clientelar en Europa que abarca desde periodistas hasta magistrados, pasando por políticos y poderosos grupos de comunicación, sin que el Ejecutivo español haya sido capaz de cortar en seco esa ofensiva o bien contrarrestarla con otra de mayor calado? No solo es incomprensible, sino intolerable hasta la náusea.
Las cruces amarillas sembradas impunemente en varias playas de la comunidad rubrican la defunción del orden constitucional en un pedazo de España. Señalan el lugar en el que descansan los restos de nuestra dignidad nacional, pisoteada por un «nacionalismo» (con zeta) envalentonado hasta el punto de alardear de su odio, exhibir un racismo obsceno y desafiar constantemente al Estado, sin dejar de poner la mano para recibir los cuantiosos recursos procedentes del Fondo de Liquidez Autonómica que pagamos los ofendidos a escote. Más de setenta mil millones de euros que al parecer, según la última propuesta del ministro Cristóbal Montoro, la Generalitat deudora devolverá en cómodos plazos, cuándo y cómo le dé la gana.
Lo dicho: el amarillo golpista no tiene coste; es un auténtico chollo.