Ignacio Varela-El Confidencial
- El tratamiento que Llarena sugiere para la malversación y la acreditada cobardía personal del personaje ayudan a la dupla Sánchez-Junqueras a esquivar el enojoso trance de soportar, en plena campaña electoral, un triunfal ‘benvingut, president’
Se echaba de menos la luminosa prosa jurídica del juez Pablo Llarena, que durante la instrucción de la causa del procés (larga, borrascosa y deliberadamente embarullada por las estrategias políticas) realizó una labor admirable: por un lado, dar consistencia a sus resoluciones utilizando únicamente la lógica legal, y, por otro, desmontar de forma sistemática y contundente el aparato argumental trapacero de los delincuentes y sus entornos de apoyo. Desde una lógica jurídica impecable, Llarena prestó un servicio político impagable a la defensa del principio de legalidad como soporte irreemplazable del orden democrático. Con su actuación, demostró que la Justicia inteligente, lejos de ser ciega, debe mantener los ojos bien abiertos y no perder de vista jamás el contexto, el paisaje y la trascendencia de sus actos.
La martingala legislativa orquestada por el Gobierno para consumar una situación material de amnistía de los hechos de 2017, pasando primero por los indultos y después por una reforma del Código Penal orientada a tal fin, obligará a la sala segunda del Tribunal Supremo a revisar y reformular su histórica sentencia de octubre de 2019. Veremos en qué términos lo hace, aunque sospecho que su orientación no será distinta en lo sustancial a la que señala el auto del juez Llarena conocido ayer.
Desde el mismo día en que se emitió aquella sentencia —incluso desde antes— toda la actuación del Gobierno de Sánchez, en connivencia con su aliado político ERC, se ha dirigido a desactivar primero y demoler después la eficacia práctica de la acción de la Justicia respecto al procés. O si lo prefieren, anular uno por uno los efectos jurídico-penales de la sublevación del 17, hasta alcanzar una situación de impunidad de hecho hacia el pasado y garantía de impunidad hacia el futuro. Neutralizar la Justicia fue desde el principio la base del pacto de legislatura del PSOE con ERC. En su fase final, el cumplimiento del compromiso exigía descomponer en el Código Penal los dos delitos principales de la condena: la sedición y la malversación.
Ello ha forzado una nueva salida a escena del juez Llarena en lo que se refiere a los procesados que, por su condición de fugitivos, no pudieron ser juzgados en su día. Entre ellos, muy destacadamente, el jefe de la insurrección.
Llarena ha aclarado la situación en la que quedan Puigdemont y sus compañeros de fuga tras la artimaña legislativa. Además, ha aprovechado la ocasión para ofrecer un potente foco de luz conceptual sobre la naturaleza y el alcance de la reforma aprobada por la mayoría oficialista.
En primer lugar, se ocupa del desaparecido delito de sedición. Recuerda que la sentencia del procés es el único caso en que fue preciso aplicar ese tipo delictivo desde que entró en vigor el Código Penal de la democracia. En consecuencia, “esta iniciativa legislativa ha encontrado su génesis, precisamente”, en aquella sentencia, puesto que no existe ningún otro precedente: “Se analiza una única aplicación aislada del precepto” y, sobre esa base, se fulmina un tipo delictivo sin sustituirlo por otro que lo sustituya adecuadamente: una decisión ad hoc, de alcance general, para un caso singular. La reforma solo se explica, pues, por la existencia de “una marcada discrepancia con la respuesta judicial emitida” por el Tribunal Supremo. Vaya, que Sánchez ha comprado íntegramente la impugnación radical de la sentencia formulada por sus socios.
Que ningú no en tingui cap dubte: no tornaré ni emmanillat ni rendit davant d’un jutge espanyol per tal que sigui indulgent. No avalaré amb el meu benefici personal una política que pretén criminalitzar l’anhel dels catalans de viure en un país lliure https://t.co/GeMthMgeRH pic.twitter.com/zd01K1zqZc
— krls.eth / Carles Puigdemont (@KRLS) January 12, 2023
El auto de Llarena desmantela de forma exhaustiva el pretexto falsario de que se ha pretendido homologar nuestra legislación con las de los países de nuestro entorno. En un ejercicio brillante de derecho comparado, recorre las normas vigentes en el continente para demostrar palmariamente que “nuestra previsión legislativa, hasta hoy, era plenamente homologable a la de los países de nuestro entorno para afrontar comportamientos como el enjuiciado”. Es decir, que lo que aquí se ha hecho no es homologar, sino lo contrario: excepcionar a España como la única democracia europea que renuncia a prevenirse legalmente frente a brotes anticonstitucionales como el que protagonizaron Puigdemont y sus compinches. Un brote que define con las palabras exactas: “Desplegaron e impulsaron una desobediencia civil y una insurrección institucional orientadas a alterar el orden constitucional, sin llamada a la violencia”. Se puede decir más largo, pero no más preciso.
Por último, describe de qué manera se ha cuadriculado el nuevo marco legislativo para manufacturar un traje a la medida de la impunidad de los insurrectos. No se puede aplicar la sedición, puesto que el delito ha sido derogado sin más. No se puede aplicar el delito de desorden público, tal como lo describía la ley en 2017, porque los comportamientos que allí se contemplaban no tenían nada que ver con lo sucedido en este caso. También es inviable recurrir al nuevo delito de desórdenes públicos agravados porque, además de mantenerse la discordancia entre la norma y los hechos, un tipo penal de nueva creación no puede aplicarse jamás a actos cometidos con anterioridad a su entrada en vigor (principios generales del derecho, señor Bolaños). En consecuencia, todo se ha diseñado de tal forma que conduzca, según Llarena, a crear “un contexto cercano a la despenalización”.
De hecho, el único resquicio punitivo que queda es la desobediencia del artículo 410. Una infracción menor de la que, en el peor de los casos, sales librado con una multa y un período de inhabilitación.
En cuanto al delito conexo de malversación, Llarena parte por el eje la distinción falaz entre la que se realiza por lucro personal y la que no, introduciendo un criterio mucho más pertinente y sustancial: “No se trata de un supuesto en el que se produjera un trasvase presupuestario entre finalidades públicas legítimamente administradas, sino de la aplicación de los fondos públicos a sufragar la decisión personal de contravenir el ordenamiento jurídico y cometer un delito”. No puede ser lo mismo desviar el dinero destinado a un colegio para construir un puente que dedicarlo a un fin delictivo: por ejemplo, tumbar la Constitución.
Resultado del disparate: un vacío legislativo brutal que opera como cinturón de seguridad para pasadas o futuras insurrecciones institucionales. Si mañana el presidente de cualquier comunidad autónoma enloqueciera y, tras derogar la Constitución y el Estatuto en el Parlamento autonómico, proclamara la independencia de su territorio, para la ley sanchista solo habría cometido una pequeña gamberrada: una desobediencia acompañada, quizá, de un mal uso del dinero público, con el único requisito de recurrir ostentosamente a la violencia física. Bien baratos se han puesto en España los golpes blandos a partir de ahora.
Seguro que es una casualidad, sin duda imprevista, que la primera beneficiaria de este montaje sea la secretaria general de ERC, que mañana mismo podrá regresar a Barcelona sin otra molestia que pasarse a declarar por el juzgado. En cuanto al fugitivo Puigdemont, no duden de que regresará, y no precisamente para responder por sus delitos. Si fuera por él, lo haría cuando más dañoso resultara a sus enemigos mortales de ERC; pero, por el momento, el tratamiento que Llarena sugiere para la malversación y la acreditada cobardía personal del personaje ayudan a la dupla Sánchez-Junqueras a esquivar el enojoso trance de soportar, en plena campaña electoral, un triunfal benvingut, president que dejaría encanijados a los ongi etorris de Bildu.